En efecto, hay similitudes entre la astracanada del asalto al Capitolio y los episodios más ruidosos del procés.
En lo profundo, está la intención de conculcar la Constitución por la fuerza de los hechos. En las apariencias, esas peculiaridades indumentarias, camisetas, pieles, banderas…
Pero lo que más conmueve es la parodia, en ambos casos, de un momento fundacional para el que se carece de autoridad --sea la irrupción en el edificio de Washington o la declaración de independencia de ocho segundos--, seguidas de la larga sombra de las consecuencias legales: desde porrazos a ruina.
La vida es moralista; y la ley, severa. En España, años después de frustrado el golpe catalanista, sigue el goteo de inhabilitaciones y multas por aquel momento orgasmático que algunos preferirían olvidar. Sigue goteando con una lentitud descorazonadora pero implacable. Es la irrupción, siempre traumática, del principio de realidad en el mundo de la fantasía.
Como EEUU siempre ha sido más veloz en todo, lo del Capitolio revela lo que estaba pasando aquí, y con una crudeza excepcional.
Un día vemos a todos esos hombres enajenados, de diferentes estamentos, empujados por su legítimo líder (Trump) a irrumpir en los salones de la soberanía: sonrientes, agresivos, desafiantes, exhibicionistas… Vemos felicidad y triunfo en estado puro, y en el instante mismo de la apoteosis sabemos (gracias a la distancia) que pronto pasará el cobrador del frac. Y las risas se trocarán en lágrimas.
El mismo día (y no pasados unos meses o unos años), el mismo día vemos a todos esos hombres desautorizados --si no traicionados-- por el mismo Presidente que les instigó. Identificados por mil cámaras; denunciados por sus vecinos, ex esposas, amigos y conocidos. Despedidos de sus empleos y convertidos en parias. O cautivos en cárceles que no tienen piscina.
El momento es traicionero, uno participa en él creyendo que es el último, pero no se acaba nunca. Salvo en casos desdichados, como la señora Ashli Babbitt, cuyo entusiasmo fanático fue frenado en seco por un disparo de Glock.
En un momento determinado y (para ella, en aquel momento) glorioso, Ashli está encaramándose, resuelta, a una puerta vidriera. Y al instante después recibe el disparo ladino y cae al suelo como un saco. Un sonido seco: ¡Pack! Al día siguiente muere en el hospital: se pierde varios años de castigos pero también buenos momentos puntuales. Así es como mueren los héroes y los seres precipitados.
Las risotadas se congelan, todos de repente se dan cuenta de que la astracanada ha llegado demasiado lejos pero ya es demasiado tarde para frenar.
¿No suena a algo conocido?