Si uno imagina un plano de Romy Schneider, Alain Delon y Jane Birkin en la película de Jacques Deray (La piscina) y lo compara con la lámina de agua que se instaló el síndic en su terraza se dará cuenta de que vamos mal. Es lo que tienen las inexactitudes producto de trasladar la ley del deseo, desde Saint-Tropez al Arco de Triunfo de Barcelona. Cuando éramos jóvenes, lo éramos; y alguno recordará a Rafael Ribó, como Dios le trajo al mundo, al timón de un velero con bandera pirata y en buena compañía. El yodo del mar te entraba entonces por los ojos para depositarse después en los cataplines.

Tras tomar posesión de su cargo, el síndic de greuges se mandó hacer una alberca delante del saloncito acristalado de su despecho, en el paseo Lluís Companys; dicen que sentía la nostalgia del mar cada vez que hacía justicia. Es un apasionado del cargo en el que lleva 17 años, la función longeva por antonomasia en el sector público catalán; ya le gustaba mandar en aquel histórico V Congreso del PSUC en el que se encaramó a la Secretaría General como jefe de la línea leninista –arrumbada hoy en los anaqueles de la politología académica—, cuando ya media Europa había renegando del líder bolchevique.

Fue en 2006 cuando Ribó se hizo la lámina de marras que después acabó filtrando agua al piso de abajo del mismo edificio, sede de la Sindicatura, que es propiedad de la vicepresidencia del Govern, cuya adecuación como sede del organismo costó 5,5 millones de euros. El síndic lleva más de dos décadas defendiendo a la mitad del pueblo catalán, aunque tenga la obligación de defendernos a todos. Hace lo de Pablo Casado, al acercarse a la “extremosidad” –un palabro inventado por José Luis Ábalos— votando en el Parlamento Europeo a favor de la ley de Hungría contra la homosexualidad. O hace lo de Sánchez, con el chuletón al punto, elevando el debate cárnico nacional.

El síndic de greuges, Rafael Ribó, en su piscina / FARRUQO

El síndic de greuges, Rafael Ribó, en su piscina / FARRUQO

Ribó se hizo la piscinita para salir a la terraza del ático a mojarse los pinreles y refrescase las criadillas. Pero la lámina no daba para más. Y cuando alguien vio las manchas en el techo de abajo por la filtración de la piscinita, el síndic lo tuvo claro: cubrió la instalación de verde, con césped artificial. Lo hizo con dinero público, pero no alcanzó para poner toronjas ni limones. Con los años, el equipo de Ribó oficializó la existencia de la piscina de la azotea de 40 centímetros de profundidad y recalcó que está inutilizada desde 2009 por defectos de construcción.

Ahora, este hombre incombustible, hijo del Ribó que fue agente de cambio de la Bolsa de Barcelona y uno de los últimos colaboradores de Francesc Cambó, expone que el proyecto de rehabilitación de su sede se licitó por contrato y recayó en la empresa constructora Comsa, la llamada Comsa riojana, capitaneada por el empresario Segundo Ruiz, caído en concurso de acreedores. Los Ribó contornean una saga de cargos semipúblicos y patrimonio privado. Siempre vinculados al catalanismo político que crece de coyuntura en coyuntura: primero el Regionalismo, después el nacionalismo de Pujol y finalmente el independentismo de Rafael a partir del momento en que travistió el internacionalismo rojo por esta cosa de la patria catalana, que acabará haciendo llufa. En el segundo eslabón de la estirpe se colocó Xavier Ribó, hermano mayor de Rafael, que presidió Promoprensa, la editora del extinguido El Correo Catalán –diario de vocación tradicionalista, controlado por Pujol en los 80—, y señoreó el Palau de Félix Millet, como representante de uno de sus financiadores, la constructora Ferrovial.

Aunque se autoproclama defensor de las personas, el síndic está acostumbrado a ignorar todo lo que no sea indepe. Ahora, está inmerso en la defensa de los cinco miembros de la sindicatura electoral del 1 de octubre, acusados de usurpación de funciones, delito por el que la fiscalía les pide prisión. Él lo tiene muy claro: “Queremos una ley de amnistía que haga tabula rasa y un referéndum legal para decidir el futuro político de Cataluña”. Es decir, 17 años en el cargo o “París bien vale una misa”, como dijo aquel Enrique IV de Navarra, que dejó de ser hugonote para hacerse apostólico y romano a cambio del trono de Francia. ¡Qué bien se vive en la poltrona!