La euforia antecede al colapso emocional. Es así. Ocurre en la vida y sucede también en la política. El desafío soberanista contra la democracia española, que es bastante imperfecta e injusta pero nos parece preferible al caos tribal que anuncian las arcadias distópicas, ha empezado a chocar con el suelo de la realidad, que desde el principio de los tiempos, e incluso antes, está representado por el mundo del dinero, el único dios verdadero. La creciente fuga de empresas, incluidas las dos mayores entidades simbólicas catalanas, como Caixabank y el Sabadell, confirma el aserto clásico: el dinero es el apátrida más perfecto que existe. En simultáneo, también ilustra hasta qué punto es profunda la fractura social en la que el independentismo ha metido a toda Cataluña.

Los cantos pacifistas de los días del gozo, mayormente hipócritas, se han ido a la mierda en cuanto en las sedes nobles de determinadas grandes compañías han movido la ficha de oro. Probablemente no lo hayan hecho por voluntad ni por convicción, porque el dinero no tiene principios, sino intereses. La mudanza general busca prevenir una quiebra de confianza que, igual que el hundimiento del Titanic, siempre comienza con una humilde grieta en un rincón. La banca es un negocio virtual que se basa en una poderosísima ficción, pero cuando llegan las crisis de legitimidad su fábula resulta ser tan efímera como las patrias. La salida de capitales demuestra que la magia del prusés ha terminado y, bien por seguridad jurídica, bien por el peligro de un corralito sobrevenido, las banderitas de la pantomima del referéndum no van a servir para alimentar a un pueblo que siempre ha practicado el ahorro.

La salida de capitales demuestra que la magia del prusés ha terminado y las banderitas de la pantomima del referéndum no van a servir para alimentar a un pueblo que siempre ha practicado el ahorro

Mientras Puigdemont jugaba a reñirle al Rey, que lo es por herencia, pero también porque así lo establece la ley sancionada, de pronto se han despertado algunas conciencias dormidas. Empezamos a ver el milagro: desde dentro de la espiral soberanista hay quien empieza a temer por su status. Los terceristas, por supuesto, no terminan de cambiar por completo el politono: igual que la defensa constitucional ayer les parecía un gran error, un inmenso error, la proclamación de la independencia --que siempre es unilateral-- se les antoja un exceso. El papel, ya lo sabemos, lo aguanta todo. La muchachada de la CUP, que cree que las cooperativas podrán sustituir a los bancos de las élites, están llamando al boicot contra los traidores. Van tarde: quienes ya se han independizado, sin declararlo además, son los clientes de bancos, empresas, servicios y hoteles, que huyen de la Cataluña soberanista.

No hay cuenta de resultados que pueda soportar mucho tiempo esta deserción en masa que nada tiene de sentimental. Es absolutamente pragmática. Nos lo dice la historia: los revolucionarios que fracasan son aquellos que no saben que hasta para expropiar a la banca hace falta su consentimiento. Sin financiación no hay paraíso. Da igual lo que digan las urnas. La república catalanufa no va a existir: ni tiene una ley (seria) que la ampare ni un mecenas, salvo Roures, que sólo participa en la revuelta por la pasta de las arcas públicas. El prusés pasará a la historia como un despeñamiento colectivo en el que buena parte de las víctimas sonreían hasta que se dieron cuenta de que iban a romperse la crisma. Entonces brotan las conversiones súbitas, como la de Artur Mas, que dice que --sin él-- no están preparados para ser libres mientras otros, mayormente los piruletas cuperos, insisten en que el nacimiento de la nación (más ruinosa) de las naciones no puede retrasarse más allá de este martes. Veremos.

La Cataluña constitucional salió ayer a la calle para pedir sensatez. Los soberanistas, que hasta ahora han despreciado esta virtud, ven cómo se quedan sin dinero --está en Andorra y Suiza-- y saben que no podrán recaudarlo sin utilizar la fuerza. Igual entonces el personal deja de ver a los Mossos como héroes para empezar a considerarlos recaudadores del régimen. Una cosa está quedando clara en esta farsa: si en la España que tanto odian los nacionalistas manda el dinero, en la Cataluña que nos prometen los iluminados del mambo patriótico ocurre exactamente lo mismo. ¿Para qué diablos hacer entonces el ridículo? Los héroes del prusés sólo son marionetas que han salido de su covacha. Igual que en el poema de Leopoldo María Panero --Le bon pasteur--, empiezan a darse cuenta de que, pese a la aparente multitud, lo suyo no es más que un simulacro. Y sospechan que, quizás, ya no haya nadie detrás suya. Y sean ellos mismos los únicos que mueven --mecánicamente-- su propio resorte.