Lassalle: “Se deben encontrar vías de diálogo aún dentro del conflicto”
El ensayista, exsecretario de Estado del PP, señala en 'Ciberleviatán' que la democracia liberal está en peligro y ve en Cataluña "corrientes que pueden desactivar" el problema
2 junio, 2019 00:00José María Lassalle (Santander, 1966) mide cada palabra que pronuncia. Lentamente va construyendo las frases y ciertamente Josep Pla tendría razón si lo escuchara. El castellano utiliza frases que acaban en “cola de pescado”, decía. Lassalle, doctor en Derecho, ha sido secretario de Estado de Cultura, entre 2011 y 2016, año en el que fue nombrado, en el último gobierno de Mariano Rajoy, secretario de Estado de Agenda Digital. Acaba de publicar Ciberleviatán (Arpa), con un subtítulo inquietante: “El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital”. La idea es que la democracia está en peligro si no se reactualiza el contrato liberal, con una ansiedad que se ha generado en las sociedades occidentales que las ha llevado a abrazar los populismos. Tiene claro, cuando se aproxima a Cataluña --conoce bien la realidad catalana, ha sido la pareja de Meritxell Batet, la presidenta del Congreso-- que se ha producido un fenómeno que entronca con el “nacionalpopulismo” y señala que el peligro es que se cronifique “el conflicto”, aunque ve “corrientes favorables a desactivarlo”. Lassalle tiene claro, cuando se le pregunta por Cataluña, aunque lo hace extensible a otras situaciones similares, que “se deben encontrar vías de diálogo aún dentro del conflicto”.
--Pregunta: ¿Estamos en un tiempo no liberal, atacado por postulados presuntamente liberales, a partir de las nuevas tecnologías? ¿Es un ataque al liberalismo político?
--Respuesta: Estamos en un tiempo en el que la democracia liberal está atacada en su propia raíz. El liberalismo está sometido a sus contradicciones más profundas. No encuentra mecanismos para resolver eso. El progreso, que ha sido siempre un aliado de la libertad, se convierte a través de la tecnología, en la antesala de un escenario de negación de la propia libertad, en una mutación de la propia democracia. La democracia liberal experimenta una transición hacia otra legitimación, a través del populismo, que ha llegado para quedarse, y eso hace que el pensamiento liberal se encuentre en una zona de inestabilidad sin respuestas en este momento.
--Ese ataque se vivió con la República de Weimar, que justo ahora cumple cien años. ¿Estamos ante ciclos históricos, con semejanzas y diferencias, o se trata de algo particular?
--Ahora es más particular, porque lo que sucede es una transformación de lo que ha representado la presencia de lo humano en el mundo. Una revolución en la identidad que afecta a la ciudadanía. Según la ilustración el ciudadano era alguien mayor de edad, que le hacía ver los hechos con una objetividad crítica. Esa realidad se ha roto. En ese periodo entreguerras, de la República de Weimar, la agitación dificultaba el debate racional parlamentario, para dar respuesta a la excepcionalidad. Era un momento puntual. Ahora, en cambio, es un momento estructural. Vivimos, como entonces, en un momento reactivo. En aquella época era frente a una revolución, la bolchevique o la espartaquista, pero ahora es contra la revolución digital, contra la tecnología, que lo cambia todo, lo altera todo desde la antigüedad hasta hoy.
--¿Estamos ante una nueva forma de fascismo, que llega desde Silicon Valley?
--Se ha ido desarrollando un modelo de gestión de la complejidad de nuestro tiempo a partir del desapoderamiento de la libertad humana. Se ha perdido capacidad para tomar decisiones en la vida individual, pero también desde las instituciones para gestionar la proliferación de datos. Y se hace inviable los mecanismos de toma de decisiones, que estaban pensados en el XIX, y ahora no son operativos para el siglo XXI. Lo que ocurre es que se hace difícil la capacidad de respuesta y esa sensación crea ansiedad en la gente, que busca orden, marcos de interpretación que les ayude a entender el mundo, y en esa ausencia de orden surgen modelos reactivos que conectan con los movimientos fascistas de los años treinta.
--Eso puede ser un movimiento general, pero ¿qué pasa en cada país? ¿cuál es la particularidad que se esconde en cada uno?
--La tensión de la revolución digital hace emerger las contradicciones de cada sociedad y los conflictos internos se transforman en movimientos nacionalpopulistas, fascistas, en dinámicas iliberales, que es una expresión de moda. Todo eso condiciona la viabilidad del modelo democrático que se tenía desde la revolución francesa.
--¿Y que puede ser particular en el caso de Cataluña?
--En el caso catalán se entrecruzan mareas conflictivas que de un modo u otro estaban latentes. Se trata de un nacionalismo que había visto cómo se agotaba su capacidad de gestión de la hegemonía política, y a eso hay que añadir corrientes populistas, que cuestionaban desde la calle, con una naturaleza asamblearia, la institucionalidad política más local, la autonómica. Eso ha ido mutando, experimentando una evolución propia que le ha llevado a un escenario de nacionalpopulismo, y ha derivado del discurso reivindicativo original hacia el secesionismo. Hay un continuo narrativo conflictivo, que hace emerger el desconcierto de una sociedad que ve como se relativiza su protagonismo en el conjunto de las sociedades europeas, que ve como pierde capacidad de competitividad, que pierde talento, visibilidad como sociedad de progreso. Es un agotamiento de relato, y la angustia por ello precipita los acontecimientos.
--¿Puede servir Cataluña como un laboratorio de ese populismo? ¿Puede anticipar soluciones o anunciar que ese tipo de conflictos se pueden cronificar?
--La naturaleza anticipadora del fenómeno nacionalista es la anticipación de un fenómeno que hemos visto en otras sociedades, como en Italia, con una fragmentación de bloques. Es una anticipación de escenarios que se pueden generalizar, si fracasa el proyecto de federación europea iniciado desde la II Guerra Mundial hasta nuestros días. El riesgo es que estos conflictos iliberales se cronifiquen, ciertamente. Y eso es lo que apuntábamos al inicio y es que estamos en un periodo de transición, que rompe con la revolución francesa, hacia el populismo, que podrá ser de corte asambleario o cesarista, pero con elementos tóxicos que se puedan normalizar y se hagan estables. Eso puede ocurrir en Cataluña, en Europa y en los países occidentales.
--¿La respuesta, como señalaba en su anterior libro, Contra el populismo, (Debate), pasa por volver a los principios democráticos liberales, o asumir alguna apelación al pueblo, como se hace en Cataluña, en la línea de Schmitt, como algo necesario?,
--Hace falta reconfigurar las dinámicas que hicieron posible la institucionalidad liberal, hace falta afrontar un ejercicio de actualización de ese modelo. No podemos seguir pensando que el modelo sea fiel a su operatividad como funcionó hace cien años, debido a la complejidad del mundo en el que nos movemos. Eso es muy difícil. Mientras la emocionalidad domine el debate político, mientras el conflicto sea uno de los elementos argumentales que acompañan el día a día, va a ser imposible la negociación, que es consustancial en la política. La realidad no es blanco o negro, hacen falta grises, y como estamos instalados en las trincheras de la política, hace que todo gire en torno al conflicto, que se asuma la dialéctica amigo-enemigo. Es una dinámica operativa innecesaria y eso resta mucha capacidad a la institucionalidad liberal para dar respuesta a las situaciones que vivimos. O se reactualiza y asume que se deben encontrar vías de diálogo aún dentro del conflicto, para buscar escenarios de tregua, que hagan viable una solución a medio o largo plazo, o se repiensa la conexión de la racionalidad con la emocionalidad y se encuentra mecanismos para comprender que la demagogia tiene también capas de discurso diferentes que pueden ser graduadas, o colapsaremos dentro del modelo.
--¿El Gobierno cree que va hacia ese camino? ¿Es positivo lo que ha intentado con el independentismo?
--Está tratando de introducir en el debate un vector de moderación que contribuya a salvaguardar lo que fue también una prioridad para el anterior Gobierno y es que no se rompa la paz social. Un conflicto tan a flor de piel, pero con una tradición de convivencia en muchos aspectos ejemplar, con precedentes históricos, como la Guerra Civil, o la dictadura de Primo de Rivera o en los últimos años de la Restauración, hace que se deba gestionar la paz social como una parte fundamental del reto, máxime cuando Cataluña ha tratado de ejemplarizarse como algo distinto a lo del País Vasco. Introducir, por tanto, esos mecanismos que reduzcan la tensión, me parece que debe seguir teniendo el cuidado por parte del gobierno.
--¿Y en qué tiempo?
--Los tiempos en escenarios de cronificación son difíciles de medir, son problemas enquistados que no permiten tiempos más cortos.
--Usted tiene experiencia política. Fue diputado del PP ya con el inicio del proceso del Estatut. ¿Pudo pensar que derivaría hacia esta situación?
--Lo que ha habido es un momento a nivel político de desconcierto, al ver que los mecanismos sociales, históricamente etiquetados con la idea del ‘seny català’, no fueron lo suficientemente fuertes para salvaguardar los anclajes de moderación y eso ha sido importante para agudizar el conflicto. Esos seguros de anclaje pensé que serían más eficaces. Pero ahora nuestra capacidad de planificación se ha reducido mucho. Si pensamos en lo que ha sucedido desde hace un año, el consultor que lo hubiera dicho, merecería el premio nobel a la consultoría. No se puede planificar, ni para la sociedad catalana ni para la española. Pensábamos también que no volveríamos a ver cosas del franquismo que han vuelto, y que no sabemos cómo evolucionarán. Tampoco en la República de Chequia, donde se ha pasado de los tiempos de Havel a gobiernos nacionalpopulistas, con fórmulas iliberales y que rayan con el fascismo. En el libro sobre los populismos decía que la democracia merece ser cuidada, que se deben reducir los discursos de máximos, que se debe rebajar la emocionalidad, y hacer que las cosas discurran en un escenario de reducción de daños, con sentido de la responsabilidad, y todo eso se da en pocos sitios.
--Usted ha criticado los excesos del PP en la etapa de Aznar. ¿De aquello ha podido derivar la llega de Vox? ¿Tiene el PP lo que se ha merecido?
--No creo que sea un fenómeno aislado español, hay una responsabilidad histórica alrededor de lo que fue la sentimentalización de la política. Ha habido conflictos nacionalpopulistas, que tienen su origen en el movimiento neocon. Eso alimenta corrientes muy profundas, desde Estados Unidos a Europa, con seísmos que han provocado el colapso de los Conservadores en el Reino Unido, en Holanda, en Austria, en España, en Italia o en Francia, donde el gaullismo ha desaparecido. No es un problema específicamente español, que pueda estar relacionado con lo que hizo o no el PP. Hay un anhelo de orden, una inquietud reactiva, que genera los escenarios que dibuja el centro-derecha, y que no es confortable para un liberal como yo. Por debajo de eso, de esa pérdida de coherencia racional en el relato, está Weimar, el colapso de los partidos de la derecha, del centro-derecha, del nacionalismo alemán más conservador. Todo aquello provocó algo aglutinante y totalizador como fue el nazismo.
--¿Es necesario que España recupere ese centro-derecha sólido?
--Lo es para España y para cualquier sociedad occidental. Es vital un partido que desde la centralidad permita la gobernanza de un país, que se pueda gestionar desde la moderación. Es vital para desactivar los conflictos, para la gestión neutralizadora del conflicto, de la dinámica amigo-enemigo, y dejar de ver al otro como enemigo.
--¿Se aterriza en Cataluña? ¿Ve síntomas?
--Hay corrientes que van poco a poco introduciendo la idea de que es necesario encontrar un escenario que vaya desactivando el conflicto. Una sociedad que vive permanentemente la excepcionalidad y la normaliza acaba siendo una sociedad paranoica. Ha pasado en Israel, y vivir tanto tiempo el conflicto es agotador, y deja de lado cosas que no admiten demoras, con un mundo tan competitivo, con la incertidumbre del desempleo tecnológico. No se puede estar atrapado en dinámicas de conflicto del siglo XIX, y por eso hay corrientes que quieren desactivar, reconducir la situación y llegar a espacios de entendimiento, y que dibujen escenarios de solución a medio plazo.
--¿Se puede o se debe poder hablar de indultos desde la política?
--Yo ya no estoy en la política y no me preocupa hablar de ello, pero el cuidado de las soluciones exige que por parte de quienes tienen que protagonizar el relato del futuro se mida las palabras. La democracia exige el cuidado del lenguaje. Klemperer lo explicó en su libro LTI, con la idea de cómo se pueden banalizar los conceptos. Hay que cuidar lo que se dice. Si se quiere solucionar el conflicto, hace falta respeto, y cuidado con los conceptos que se utilizan, con la técnica jurídica adecuada. Por ello, determinadas palabras no toca abordarlas en determinados momentos procesales. Eso es crucial, y por tanto, cuando se negocia hay que pactar los conceptos que no perturban la paz social que se busca. Me sorprende la banalización de los conceptos jurídicos que se utilizan, y recuerdo cómo, estando en el gobierno, se hizo una campaña crítica que decía que el indulto era del XIX, que debía desaparecer del discurso porque era inviable y eso redujo la posibilidad de que se pudiera utilizar. Con la presunción de la inocencia se hizo también, y ahora es algo sagrado, que no se pone en cuestión. Que los políticos gestionen la complejidad sin medidas excepcionales, que la resuelvan con las herramientas que ofrece la política.