Se dice que en el mundo del derecho a una verdad se le pueden dar pocas vueltas. En cambio, en asuntos crematísticos, el dinero da más vueltas que una peonza. La cita viene a cuento de una decisión trascendental que acaba de anunciar el gigante EY (ex Ernst & Young). Consiste en escindir sus servicios de auditoría y de consultoría, que pasan a devenir entidades plenamente independientes. La finalidad de esta división no es otra que evitar los potenciales conflictos de interés entre ambas actividades.

EY se adapta, así, a las directrices de los reguladores del Reino Unido y de EEUU, que propugnan desde tiempo atrás una separación radical de las dos especialidades. La razón es obvia: la mescolanza chirría y se presta a cambalaches innumerables.

El paso al frente de EY constituye un poderoso aldabonazo para las otras grandes del sector. Se trata de Deloitte, KPMG y PwC, que junto con EY lideran el escalafón mundial. No les queda más remedio que llamarse a la parte y abordar procesos segregadores similares.

El cuarteto de firmas es de cuño anglosajón. Sus actuaciones disfrutan de una especie de oligopolio, cuyos tentáculos se desparraman por medio orbe.

En España, las cuatro hermanas facturan 2.700 millones. De esta suma, casi mil millones proceden de sus labores de revisión de las cuentas anuales. Y una cantidad análoga corresponde a los trabajos de consultoría.

El desempeño de la auditoría se reglamentó en España en 1988. Desde entonces estallaron docenas y docenas de escándalos empresariales de grueso calibre. Ni uno solo de ellos fue desenmascarado por los expertos que venían escudriñando los balances, previo cobro de unos honorarios considerables.

El primer caso de flagrante miopía auditora que se recuerda por nuestros terruños fue el de la química Explosivos Río Tinto (ERT). En 1982, su director general Juan Miró reveló que ERT estaba incursa en un fallido latente, pues era incapaz de atender la carga de sus deudas bancarias, cifradas en la estratosférica suma de 125.000 millones de pesetas.

Pocos meses antes, la compañía había aprobado en junta general los estados financieros del ejercicio 1981, que arrojaban unos menguados beneficios de 100 millones. Al balance iba unido el dictamen favorable del gabinete auditor, expresado con la mágica fórmula habitual: “Refleja la imagen fiel del patrimonio y de la situación financiera”. La cruda realidad es que ese año ERT sufrió un devastador quebranto de 11.000 millones.

Después de Río Tinto, sobrevinieron otros muchos descalabros. Ahí van unos pocos ejemplos de clamorosa ceguera supervisora, acaecidos durante los tres últimos decenios.

En 1992 ocurrió el atronador desplome de Grupo Torras y su cohorte de filiales, comandados por el consorcio árabe KIO y el financiero Javier de la Rosa. Este siniestro dejó un agujero de medio billón de pesetas.

Pocos meses después se hundió el Banco Español de Crédito (Banesto) de Mario Conde, con un boquete de 450.000 millones de pesetas.

Ese mismo año se derrumbó la cooperativa Promotora Social de Vivienda-PSV, propiedad del sindicato UGT. Dejó colgadas de la brocha, sin el dinero y sin los pisos prometidos, a millares de humildes familias.

Ni en Torras, ni en Banesto, ni en PSV, advirtieron los responsables de la inspección contable la más mínima anomalía.

Los controladores tampoco se enteraron de un saqueo mayúsculo urdido por los jerarcas del Banco Bilbao Vizcaya, predecesor de BBVA. Escamotearon nada menos que 225 millones de euros y los pusieron a buen recaudo en los paraísos fiscales de JerseyLiechtestein y las caribeñas Islas Caimán. Destapado el desfalco a comienzos de este milenio, los aprovechados reintegraron los fondos a las arcas del banco. El auditor, por supuesto, no dijo ni mu.

Por último, son de citar los incontables gatuperios de las cajas de ahorros. La crisis bancaria e inmobiliaria de 2008 desencadenó la implosión de esas instituciones y barrió del mapa a la mayoría de ellas. Los auditores no detectaron ni uno solo de los agujeros siderales que encerraban. Tampoco descubrieron el cúmulo de irregularidades cometidas por los órganos gestores.

Los despachos de auditoría se sacan las pulgas de encima alegando que su capacidad de investigación es limitada y que sus sesudos informes se basan en la documentación que les facilitan las corporaciones examinadas. Pero, en tales circunstancias, ¿cómo se justifican las minutas multimillonarias que perciben por sus prestaciones? ¿Acaso no existe una palmaria incompatibilidad en el ejercicio simultáneo de la auditoría y la consultoría, que hasta ahora han viajado juntas, en amigable componenda, en las cuatro grandes e incluso en otras que no lo son tanto?

Quizá el caso más espectacular de corrupción auditora que se recuerda lo encarnó a comienzos del presente milenio el coloso Arthur Andersen, a la sazón líder del ramo a escala mundial. No dio señal de alerta sobre la bola de nieve que se iba formando en el conglomerado energético Enron. Más aún: contribuyó a su engorde al certificar la bondad de sus estados contables. El corolario fue una quiebra estrepitosa, con un socavón de 70.000 millones de dólares.

Los tribunales estadounidenses descargaron tal castañazo sobre Arthur Andersen, que la borraron para siempre de la faz de la tierra.

La escisión de funciones que EY ha acordado va en la dirección adecuada para que episodios como los reseñados no se repitan.