La utilización partidista del Parlament comenzó justificándose en el supuesto nombre de la patria para acabar siendo una tentación para beneficiarse a título personal, de tal modo que la degradación institucional alcanza límites alarmantes. Tan alarmantes que incluso los socios de la presidenta de la Cámara, Laura Borràs, se han visto en la obligación de abandonarla en su ataque de arrogancia al pretender eliminar por sorpresa y casi nocturnidad un molesto artículo que obliga a suspender a los diputados y diputadas cuando se les abre juicio por corrupción, eventualidad que próximamente podría ser una realidad para ella.

Laura Borràs siempre ha afirmado que la causa abierta contra ella por un fraccionamiento irregular de contratos cuando dirigía la Institució de les Lletres Catalanes no responde a los supuestos delitos de prevaricación, fraude a la administración, malversación y falsedad documental sino a un caso de persecución del Estado por su condición de independentista. La perspectiva de una probable inhabilitación daba todo el sentido a su designación como presidenta, pronto permitiría incrementar el número de “represaliados por la justicia española”.

La persecución sistemática es el relato en el que el independentismo confía para cumplir el segundo de sus únicos objetivos actuales, el de desprestigiar al Estado, se supone que para debilitarlo. El primer objetivo es el de permanecer en el poder autonómico. El estatus autoconcedido de perseguidos políticos es el argumento electoral que les permite aspirar a seguir en el gobierno a pesar de sus desinterés por el propio gobierno, una carambola política que hasta ahora les viene funcionando y que aspiran a preservar a toda costa.

La presidenta del Parlament con su propuesta de cambalache reglamentario ponía en peligro esta dinámica ganadora. De llevarse a la práctica, habría implicado un nuevo exceso partidista de los grupos independentistas para un beneficio transitorio (y personal) a cuenta de comprometer el plan general de sumar una nueva víctima política cuanto antes mejor. En definitiva, a lo que Borràs aspiraba con la derogación del artículo 25.4 es ganar tiempo en el cargo, dado que el hecho de ser suspendida o no en cuanto se abra la causa oral no condiciona la sentencia de culpabilidad o inocencia.  

El cumplimiento de la premisa estratégica por la que fue elegida, primero la posibilidad de denunciar una “nueva interferencia de la justicia en la voluntad soberana del Parlament” cuando deba abandonar la presidencia para afrontar el juicio y, posteriormente, su ascenso al panteón de los inhabilitados para mayor gloria de la causa independentista, se truncaba con el propósito de Borràs de concederse un privilegio. ERC y la CUP han evitado caer en un error tan flagrante.

Borràs pretende completar su mandato a base de dilatar la investigación judicial y alejar todo lo que pueda el desenlace. Muy comprensible después de descubrir las posibilidades de proyección política de la presidencia del Parlament, sobre todo si se opta, como ha hecho ella, por otorgarse un protagonismo desconocido de la segunda autoridad del país, hasta el punto de creerse en algunos momentos en condiciones de neutralizar el papel del presidente de la Generalitat.

Seguramente esta arrogancia habrá ayudado a los republicanos a convencerse de la inoportunidad de blindar a Borràs en el cargo por unos meses o años. Una excepcionalidad que no resolvía el fondo de las acusaciones de corrupción pero que fortalecía a una rival confesa de la política de ERC, concediéndole de hecho el estatus de perseguida (porque sobre esto habría girado el debate de justificación en el pleno) antes de habérselo ganado perdiendo la carrera política, como manda el canon implantado por el independentismo. El intento ha demostrado que la arrogancia, como la avaricia, también rompe el saco, en este caso de la tolerancia de ERC y CUP para una política que confunde la presidencia del Parlament con una corte. El enfrentamiento de Borras con sus aliados tendrá nuevos episodios.