El aterrizaje de Manuel Valls recuerda el perfil de aquel ingeniero de ficción que llegó al Cantón de la Cartagena en plena revolución federalista. Su aventura en la ciudad tomada por los bakuninistas fue imaginada por Ramón J. Sender en su conocida novela Míster Witt en el cantón, que le valió al autor de Crónica del Alba el último Premio Nacional de Literatura de la etapa republicana. La verdad de las mentiras metafóricas a las puertas del 18 de julio acabó como el rosario de la aurora. Valls no hace de ingeniero sino de político y no ha llegado para trabajar y ver sino para implicarse, como alcaldable de Barcelona, en el cantonalismo catalán, convertido en independentismo. Los anarcosindicalistas cartageneros que conoció Witt son ahora soberanistas convencidos, marcados por el supremacismo de catequesis y pastelito dominical, una foto fidedigna de nuestros consellers, especialmente del misántropo president, Quim Torra.
En un momento de intensidad simbólica podemos entender la visita a la fuente de Guiomar como forma de perdón para los irredentos de Sabadell que quisieron retirar el nombre del poeta de una de sus plazas. Pero la ratafía es un exceso. Son estas cosas del propagandismo rancio de la tierra las que Valls puede haber pensado pero que no espera en una sociedad del siglo XXI. Desconoce el esfuerzo necesario para demoler la propensión nacionalista de los votantes catalanes. Estando en sus mejores años, a Pasqual Maragall, después de ser alcalde e instalado como profesor en Florencia, le costó volver a casa para enfrentarse a Pujol. Tenía en su haber el espíritu olímpico del 92, pero ni así pudo. Tuvo que recurrir al discurso nacional, al catalanismo como fuerza motriz del Estatut, cinco años de murga insoportable con la disposición adicional tercera --la inversión del Estado-- como gran argumento, pegado en la cerviz. Nunca ha sido una cuestión de izquierdas o derechas. La radicalidad no asusta en Cataluña. Aquí vivimos de la nostalgia por la precisión; somos librepensadores y hasta deslenguados debajo de la capa civilizadora. Pero nunca fue tan cierto como ahora el falso culto a la exactitud.
Cataluña se parece al cantón cartaginés porque la ideología lo inunda todo. Y la ideología es irrebatible; no necesita demostrar su idoneidad. En 1873, Cartagena declaró su independencia y pidió ser incluida en los Estados Unidos. La ciudad buscaba un reconocimiento internacional que nunca llegó. Los estadounidenses no llegaron a contestar y el puerto cartagenero volvió a manos españolas tras 185 días en el limbo. La bandera roja (símbolo de revolución bakuninista) izada sobre el castillo de San Julián cayó cuando España sofocó aquel proyecto soberanista.
Con su desembarque como candidato de Cs, lo primero que ha vivido Valls es la contradicción que existe aquí entre la obligación de opinar y la capacidad de responder. Sabe muy bien que el mensaje diario de una campaña por barrios está muy lejos de la superestructura mental de un hombre que quiere tender puentes entre PSOE, PP y Ciudadanos, formaciones que coinciden, dice él, "en cuestiones en el ámbito económico y social". Lo primero que ha propuesto es poner en pie la colaboración entre el centro-derecha y el centro-izquierda para fortalecer el modelo económico y sumar en materia de política exterior, "lo que nos haría fuertes en Bruselas". Las ideas de un ingeniero como míster Witt no entraban en la cabeza de los federalistas radicalizados y aquí las de un político ilustrado sonarán muy bien pero no creo que rompan la rigidez de la partitocracia catalana. Le hará falta mostrar garra para convencer al constitucionalismo de que la verdad es hija de su tiempo. Si triunfan sus tesis, más allá de la conducta final de la intención de voto, podría galvanizar al fin un bloque unionista. Sin embargo, en este mensaje no entran ni los socialistas ni los populares, ejemplos negativos de resistencia al cambio.
Lo que más le costará a nuestro míster Witt es comprobar que el cosmopolitismo barcelonés está muy activo en el mundo de tresillos y enaguas que enmarca los rendez-vous de Sarrià y Sant Gervasi; es allí, en nuestros salones elegantes, donde la escritora nacionalista Pilar Rahola hace las veces de madame de Rambouillet. En los jardines del alto Sarrià y del Pedralbes inerme, los atriles marmóreos y el césped hundido del cottage catalán son el colofón de lo que los amateurs del public affair llaman el contacto informal del político con su futuro mecenas.
A Valls, quienes lo jalean son los mismos que lo pasean. Podrá comprobar muy pronto el trayecto de la transversalidad catalana: un trazado hecho de de remilgos que empieza siempre por arriba, por la cúspide aparente de la pirámide social, allí donde se consiguen apoyos censitarios, pero nunca suficientes votos. Si se deja llevar por la frambuesa, sabrá que bajo cada umbral ronda el recuerdo de Jean Claude N. Forestier, aquel paisajista de los jardines Muñoz Ramonet, en la mansión municipalizda junto a la calle Muntaner, antigua propiedad del industrial y estraperlista, refugiado en Suiza y perseguido por la Interpol hasta su muerte. Pero para Valls, los votos de la victoria están en Gràcia, en islas singulares del Eixample, en Sants o en Ciutat Meridiana, donde se implantaron hace más de medio siglo las primeras viviendas del Congreso Eucarístico.
Valls es el candidato de la Barcelona fría; podría llegar a la alcaldía con la ayuda del socialista Jaume Collboni. Sus contrincantes soberanistas buscan la imposible candidatura única o están seguros de que Alfred Bosch (ERC) ganará. Esta vez, míster Witt no tiene ninguna necesidad de conocer la panza de la bestia. Los cantonalistas de Cartagena fueron fulminados por el Estado en 1873 y apartados de la historia por la pluma de Engels. Y ahora, tantos años después, el soberanismo catalán es una confusión que pierde consenso a marchas forzadas y que pide a gritos ponerse a prueba.