Never leave home without it (Nunca salgas de casa sin ella), rezaba hace muchos años el eslogan de una tarjeta de crédito, ahora no recuerdo si Visa o American Express. En el caso de Quim Torra, lo que nunca se deja en casa es una buena botella de ratafía: si aún no lo han visto, corran a disfrutar del vídeo en que sale acunando una frasca de ratafía como si fuese un bebe mientras encadena conceptos patrióticos relacionados con el brebaje, ¡es buenísimo! Ayer confundió a Pedro Sánchez con el gran jefe Toro Sentado y se presentó con la versión actualizada del agua de fuego y las baratijas de colorines con las que los blancos trataban de columpiarse con los indios en los tiempos del general Custer; o sea, una botella de su amada ratafía (que algún asistente de Sánchez hará desaparecer por el fregadero más cercano) y un par de libros con muchos santos (que aparecerán dentro de unos días en la Cuesta de Moyano). No sé si Sánchez correspondió a Torra con los preceptivos regalitos, aunque la verdad es que darle conversación durante dos horas y media ya es un obsequio cargado de bondad y tolerancia: muchos no aguantaríamos a Mr. Ratafía ni diez minutos.

Carmen Calvo destacó la cordialidad del encuentro y las buenas intenciones de los socialistas para intentar reconducir el vodevil catalán hacia posiciones más razonables. Parece que Torra se portó bien --no como en Washington, cuando la delegación catalana actuó como una pandilla de canis en una discoteca del extrarradio--, que no se lanzó a cantar Els segadors en ningún momento, que no intentó improvisar un castell en los jardines de la Moncloa con Mascarell y demás secuaces y que, durante el paseo con Sánchez por dichos jardines, en ningún momento tuvo la peregrina idea de mearse en algún seto. Dada su manera de ir por el mundo, la cosa me parece milagrosa y digna de destacar. Hasta llegó por su propio pie al coche oficial, sin necesidad de que el personal de seguridad de la Moncloa tuviese que introducirlo a empujones en el vehículo. Vamos progresando.

Pero me temo que la cosa fue un diálogo de sordos, ya que Torra solo venía con un tema de conversación preparado y Sánchez estaba dispuesto a abordar cualquier asunto menos el que más preocupaba a Mr. Ratafía. Lo que no entiendo es cómo el encuentro pudo durar dos horas y media. Con diez segundos bastaba para que el uno planteara un referéndum acordado con el Estado y el otro le dijera que ya se lo podía ir pintando al óleo. Dudo mucho que en dos horas y media --o en dos décadas y media--, se le pueda hacer entrar en la cabeza a Torra que no hay vida fuera de la Constitución, que el derecho a la autodeterminación no existe en prácticamente ningún lugar del mundo y que debe conformarse con una amplia autonomía, como hace la mayoría de los españoles.

A cambio del agua de fuego y de las cuentas de colores, Sánchez le habrá prometido el corredor del Mediterráneo, levantar los vetos a ciertas leyes catalanas y soltarle un par de competencias nuevas. También han acordado verse próximamente en Barcelona para seguir mejorando las relaciones, pero hasta que Torra no se baje del burro (catalán) y no asuma que no hay más cera que la que arde, la cosa no pasará de un paripé bienintencionado del Gobierno central, como esos tuits en catalán que ha emitido Moncloa. Que lo más destacable de la visita de Torra sea que el president se ha comportado correctamente y no ha embozado el retrete con las páginas de una edición facsímil de las homilías de Organyà no es algo que abra muchas puertas al optimismo.