Baudelaire y los salones paganos
Acantilado reúne en una edición colosal, a cargo del traductor José Ramón Monreal, todos los artículos que el padre de la poesía moderna dedicó a la crítica de arte, la música y la literatura
23 diciembre, 2022 23:25“Cualquier hombre puede pasar dos días sin comer, pero jamás sobrevivirá sin poesía”. Charles Baudelaire (1821-1867), ese diablo airado que abrió las puertas de la lírica moderna al universo siempre fértil de la belleza vulgar y elevó el prosaísmo a los altares del Parnaso, figura capital de la cultura europea, hizo una profesión (siempre relativa) del periodismo cultural. Salvaba así –ahora sabemos que con éxito– la extraña paradoja de escribir en los periódicos y revistas de su época y, al mismo tiempo, despreciar, en coherencia con su obstinada vocación aristocrática, el odre de papel que lo acogía. Escupía en su propio plato.
A su modo, hizo virtud de la contradicción: un escritor capaz de oscilar indistintamente entre la flor y el látigo perfectamente podía –y él pudo– entregar columnas y reseñas culturales al horno encendido de lo que en alguna ocasión describió como la muestra infalible de “la trama de horrores que acompaña a la civilización”: las gacetillas y periódicos mercantiles. De esta actividad, que no es secreta pero tampoco ha gozado más que de una atención muy secundaria por parte de crítica académica, se desprende una sustancia viscosa, a ratos perfumada y, en otros momentos, contaminada por el estrechísimo roce con la realidad.
En estas piezas de ocasión, muchas de las cuales escribe tras visitar museos, librerías, teatros y auditorios, aparece un Baudelaire previo a los laureles de la posteridad, un poeta in fieri, en ebullición, arbitrario y deslumbrante. El impertinente escritor de periódicos que explora las convulsiones y el tránsito entre el mundo antiguo y el universo moderno. Por supuesto, no era entonces un autor estrictamente anónimo –sus años de dandismo y rebeldía textil lo singularizaron desde el primer momento– pero todavía no gozaba (entre los demás) de la condición sagrada de los grandes vates. En aquel tiempo era un crítico que no se dejaba deslumbrar fácilmente por la novedad y que, receloso ante toda la retórica heredada, buscaba su estética particular entre grabados, esculturas, cuadros y algunos libros escogidos.
Frente a unos mostraba asombro y devoción. Ante otros profería descalificaciones y reparos. Gracias a esta alternancia (argumentada) practicaba el juicio subjetivo, que diríamos que es una de las manifestaciones más definitorias del gusto moderno, que siempre es individual. El ojo de Baudelaire no descansaba. Sus pies, tampoco. Recorría los salones paganos donde los artistas exponían sus obras ante los burgueses y establecía, según fuera su sensibilidad cambiante, pautas estéticas. Todo este material de circunstancia, creado sin pretensión de permanencia ni de eternidad, es ahora objeto de una colosal colección, confiada al traductor José Ramón Monreal, que la editorial Acantilado, en uno de esos alardes discretos que son marca de la casa, ha compendiado en Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1866).
Se trata de uno de los libros del año que ahora termina, rubricado por un clásico moderno y un buen ejemplo del honorable ejercicio de la filología. El volumen –985 páginas en papel biblia, entre originales, notas e índices– reúne todo. Están los famosos Salones, las crónicas críticas de las exposiciones fin de siècle donde sus contemporáneos competían por la gloria; sus estudios sobre autores indiscutibles, como Víctor Hugo, Théophile Gautier, Flaubert o Edgard Allan Poe, al que hizo de embajador en toda Francia. Su biografía sobre la figura de Delacroix. Sus elogios en favor de Manet o Guys. El ensayo en prosa que dedicó a El pintor en la vida moderna y otras maravillas, como un tratado sobre la risa en el arte.
Cada una de estas obras muestra una de las caras del poliedro Baudelaire y evidencia las encrucijadas donde coincidieron el crepúsculo del romanticismo, los albores del impresionismo y el fuego mudo del simbolismo. Al poeta francés se le podrá acusar, entre otros defectos, del delirio del egocentrismo, pero nunca de simulación: su juicio sobre el arte de su hora es atrevido, personal, sin duda parcial –no fue nunca un hombre de panorámicas, sino un arquitecto que trabajó con fragmentos– y refractario al falso mito de la objetividad. En suma: un testigo libre y sin ataduras de la profunda transformación que acontecía en el arte. Para él, la perspectiva fue más importante que la erudición y las sensaciones vividas delante de un cuadro o al oír a Wagner más trascendentes que los conocimientos sobre técnica.
Lejos de la academia y cerca del barro de la calle, Baudelaire busca aquí el asombro. Persigue la densidad del sentido. Anhela entender cómo la ciudad moderna sustituye a la naturaleza (idealizada) como nuevo escenario. Muchos de los expertos en su obra establecen un sistema de espejos y paralelismos entre esta literatura crítica y sus creaciones. El juego es lícito, a veces fecundo, pero no deja de ser un divertimiento del ingenio ajeno. El poeta, como explica con solvencia Giovanni Macchia en el prólogo que presenta la edición de Acantilado, descreía tanto de Voltaire como de Rousseau. No ocultaba su admiración por De Maistre, el filosofo reaccionario, y jamás confió en las promesas de la Ilustración.
Insolente de alma, proclamaba que los artistas elegíacos eran unos perfectos canallas. Se movía impulsado por el asco y la ira que le provocaba la disolución de los asideros estéticos. No temía trabajar con el rencor personal como material artístico. Por todos lados entonaba su confesión: “Yo soy extraño al mundo y a sus cultos”. Resulta inaudito que desde esta atalaya periférica, sine nobilitate, nómada, articulase una reflexión tan profunda y duradera sobre la creación de su época y anticipase el contexto en el que ahora todos habitamos. Su meta no era la ciudadanía moderna –aunque al final terminara siendo su epítome–, sino la vida del hombre salvaje, asilvestrado, que conserva un justo grado de fiereza, y por tanto de autenticidad, entre toda la basura de los buenos deseos de los primeros progresistas.
De haber habitado en la galaxia de lo políticamente correcto, la cabeza del poeta francés, hubiera sido guillotinada junto al Sena. Tuvo una mejor suerte: su personalidad suscitaba a menudo el escándalo, pero éste no puso en peligro su vida, salvo a la hora de los excesos carnales, químicos y pasionales. Para él, todo porvenir que prescinde de su pretérito, igual que una sociedad que deja de apreciar los principios de la aristocracia (de espíritu), es un tiempo yermo y tétrico. En cierto sentido, todos vivimos ya dentro de esta misma placenta, donde el arte se celebra por los asuntos que predica o se valora en función de su cotización bursátil.
La pintura, la música o la literatura, que a finales del XIX transitaban desde el mecenazgo al paradigma industrial, no pueden prescindir sin dejar de ser lo que son, de su llama espiritual. La verdadera ruina de una cultura –imagina el poeta– acontece cuando el mito del progreso perpetuo envilece los corazones terrestres. Esta profecía puede interpretarse, más de un siglo y medio después de la muerte de Baudelaire, como el preludio del zeitgeist de este nuevo siglo digital, condicionado por una tecnología que cuestiona la verdad sanguínea de lo humano y considera la nostalgia por la tradición una mueca.
Tanta perspicacia para entender su presente, y anticipar el nuestro, sólo puede adquirirse pagando un altísimo precio: la infinita soledad que percibe el poeta entre la ingente multitud de las masas urbanas. “Había que seguir siendo un santo y un gran hombre por uno mismo. ¿Y la gloria? La gloria era seguir siendo uno mismo y prostituirse de un modo particular. El honor de la soledad nacía en el hombre del invencible placer de prostituirse. Él quiere ser dos. El hombre de genio quiere ser uno: solitario”, explica Macchia.
Baudelaire encarna este arquetipo: mira al infinito mientras es sacudido por la vulgaridad de lo cotidiano, como si tuviera un pie en la orilla del ideal y otra en el quicio roto del spleen. Su literatura nace en esta turbina, análoga –como ha escrito Félix de Azúa– a la nuestra. En ella está el drama del crepúsculo del romanticismo, la conversión de la vida en un inmenso bazar, desilusiones, sombras, devociones terroríficas –los textos dedicados a la obra de Poe son un buen ejemplo de lo que Harold Bloom llamó la anatomía de la influencia– y un sinfín paisajes convulsos. Metales pesados cuya carga únicamente cabe soportar mediante la risa.
Muchos lectores piensan que el rostro atormentado de Baudelaire, su mechón de cabello caído sobre la frente despejada, como muestran algunos de sus retratos, es la antítesis, el desmentido, del humor, a excepción de su forma grotesca. Es falso: escribió, como muestra esta colección de críticas artísticas, sobre los tempranos caricaturistas franceses, reyes (sin corona) de la prensa decimonónica. Y en su literatura de periódico nos regala un ensayo sobre lo cómico como manifestación demoníaca –De la esencia de la risa– antológico. En sus páginas el poeta francés se retrata: “El sabio sólo ríe cuando está temblando”. Todo un fusée.