Los rostros de Baudelaire / DANIEL ROSELL

Los rostros de Baudelaire / DANIEL ROSELL

Letras

Baudelaire, pantomima sobre esmalte

Un ensayo de Antoine Compagnon, publicado por Acantilado, explora las contradicciones y ambigüedades del primer gran poeta de la modernidad en relación a la idea del progreso

10 junio, 2022 23:50

“Puedo convertirme en un grande, pero también puedo extraviarme y no dejar más reputación que la de un hombre singular”. Siete años antes de morir, en junio de 1860, devorado por la combinación de una parálisis súbita (causada por la sífilis), una afasia y una hemiplejía, Charles Baudelaire expresaba en una carta a su madre sus aspiraciones de eternidad como artista, tamizadas por un sólido sentido del realismo que le hacía pensar que la diferencia entre alcanzar el Parnaso y morir en el fondo de callejón húmedo depende, al cabo, de un mero golpe de suerte.

La idea encaja bien con la época que le tocó vivir: la modernidad más temprana, un universo en formación, que estallaba haciéndose de nuevo. Sin fronteras precisas. Donde lo excelso cohabitaba con lo abyecto, la vulgaridad convivía con el idealismo y las pulsiones carnales no se distinguían mucho de los quebrantos que anunciaba la vieja y cristiana teoría del pecado. El catolicismo ya era una creencia muerta, pero sus amenazas sobre el Infierno (tan terrestre) habían sobrevivido al deceso de Dios.

En el París de su tiempo, metáfora de un mundo fascinado con una tecnología que ahora nos parecería primitiva, acelerado por el pánico ante un difuso cambio de milenio que él no llegaría ver, los sueños duraban lo mismo que el suspiro de un moribundo. Tres años antes había dejado la capital francesa para marcharse a Bruselas, donde intentó salir adelante dictando conferencias sobre arte –a las que no acudía nadie– y escribiendo panfletos por encargo, dada la negativa de los editores a financiar sus obras completas, que tardarían siete décadas en ser publicadas.Vivía como un mendigo después de haber encarnado, acaso como nadie lo haya hecho jamás, la figura del dandy, ese rebelde cuya mística se expresa a través de la indumentaria y la distinción, esa forma de defensa ante la dictadura de la masas.

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

“Por fin. Creo que podré huir a finales de mes del horror del rostro humano. No puedes imaginar hasta qué punto la raza parisiense está degradada. No es ya este mundo encantador que conocía en otro tiempo: los artistas no saben nada, los literatos no saben nada, ni siquiera ortografía. Todo este mundo se ha vuelto abyecto, inferior quizá a la gente de mundo. No soy un vejestorio, una momia, y no se me quiere porque soy menos ignorante que el resto de los hombres”.

Parece un retrato exacto del presente. Se trata, sin embargo, de otra confesión (a su madre) escrita en 1862. Baudelaire no abandonaría París hasta los días de su crepúsculo belga, cuando los vínculos con la atmósfera de la primera modernidad ya estaban irremediablemente rotos. El pez había saltado fuera del agua (sucia) y se ahogaba en la orilla. A juzgar por el tono de hastío vital que manifiesta el secreto Baudelaire epistolar cabe pensar que estamos ante un escritor que enmienda su propia estampa: el vate de la modernidad no muestra demasiada fascinación por los adelantos de su tiempo. Sus poemas y piezas en prosa –de variado género y condición– cantan, sin embargo, la convulsión propia de aquel mundo extraordinario, como entrevisto a través de las ventanas de un tren mecánico.

¿Era Baudelaire un retrógrado con la máscara de un moderno? ¿El gran poeta francés fingía lo que no sentía cuando escribía sus inmortales versos sobre las disonancias de la gran ciudad. Antoine Compagnon, crítico cultural y académico francés, ha dedicado un libro brillantísimo a explicar este enigma que reúne, en un mismo cuerpo, bajo el mismo sombrero de copa, esta inmensa contradicción. Baudelaire, el irreductible, publicado por Acantilado con traducción de José Ramón Monreal, y cuya primera edición en francés difundió la casa Flammarion en 2014, consagra más de trescientas páginas a explorar las ambigüedades que caracterizan la poética del primer gran escritor moderno.

Escritos de Walter Benjamin sobre Baudelaire.

Escritos de Walter Benjamin sobre Baudelaire.

La desazón que –a lectores y estudiosos– causa esta aparente falta de coherencia entre la vida y la filosofía de Baudelaire es el primer indicio de que nos encontramos ante una de las figuras capitales de la cultura europea. Las pruebas de cargo son las abundantísimas lecturas –casi siempre divergentes– sobre su pensamiento. Para Walter Benjamin, el poeta francés fue un “testigo en el proceso histórico impulsado por el proletariado en contra de la clase burguesa”. Una suerte de quintacolumnista en guerra contra su estirpe –la burguesía– que encerraba el embrión de un revolucionario.

Esta interpretación –Baudelaire como poeta fourierista, inequívocamente socialista– devino de influyente en hegemónica a partir de los años setenta. Primero en Alemania y, más tarde, en el ámbito anglosajón. Paradójicamente, un artista proletario como Bertolt Brecht, reprochaba al autor de Las flores del mal no reflejar el espíritu de su tiempo, distraído en lo que Paul Valery definió como “lujo, forma y voluptuosidad”. Dicho con sus propias palabras:

“En Las flores del mal no hay poemas históricos ni leyendas; ni un solo poema se basa en el relato. No hay un discurso filosófico. La política no aparece en absoluto. Apenas hay descripciones y, las que hay, son todas significativas. Todo en ellas es encanto, música, sensualidad poderosa y abstracta”.

Manuscrito de 'Las flores del mal' (1857) con anotaciones de Baudelaire

Manuscrito de 'Las flores del mal' (1857) con anotaciones de Baudelaire

¿Estaban hablando del mismo hombre? Sin duda. Aquí es justo donde radica el misterio y la fascinación que impulsan el ensayo de Compagnon, cuya erudición permite –a través de las documentadas palabras del poeta– alcanzar el placer del asombro. En 1864, en una carta (anónima) enviada al diario Le Fígaro, Baudelaire se burlaría de la manipulación en clave democrática que Victor Hugo y otros intelectuales hicieron de Shakespeare con motivo del tercer centenario de su nacimiento: “Shakespeare es socialista. Él nunca lo sospechó, pero no importa”. El autor del Spleen de París califica de “superchería” esta costumbre de condenar o coronar a un clásico en función de criterios contemporáneos, ajenos a la literatura. Un anticipo de la actual cultura de la cancelación.

Es justo lo que otros acabarían haciendo con él. Baudelaire no podía bajo ningún concepto ser entendido como lo que –a ratos– fue: un artista hosco y reaccionario. Cualquier prueba en este sentido debía ser silenciada en beneficio de un arquetipo cuya función consistía en ser un espejo y proyectar la imagen de quien interpreta, en lugar de aquel que importa: el poeta. Es cierto que Baudelaire tuvo un momentum revolucionario (entre 1845 y 1851), pero también lo es que desde ese instante confesaría su admiración por De Maistre, el filósofo reaccionario, a quien equipara con su maestro Poe. “Ambos me han enseñado a razonar”, escribirá.

Retrato de Charles Baudelaire (1848) / GUSTAVE COURBERT

Retrato de Charles Baudelaire (1848) / GUSTAVE COURBERT

Baudelaire habría reprobado categóricamente cualquier etiqueta política fabricada por sus exégetas. El ensayo de Compagnon se desmarca de este territorio contaminado. Su tesis es que la excepcionalidad del poeta francés, la semilla de su modernidad, reside en su ambigüedad ante lo nuevo, que odia y al que ama al mismo tiempo, de forma simultánea.

“Que la obra de Baudelaire puede apreciarse por su modernidad tanto como su tradición es la prueba de su dualidad y de su reversabilidad. El hecho mismo de que se plantee la pregunta [sobre su verdadero carácter] atestigua la modernidad antimoderna de Baudelaire, su deseo y su horror ante lo moderno”, escribe el académico galo.

Es un enfoque valiente y arriesgado para un libro, en tanto que escapa de los itinerarios hollados por otros críticos para fijar un mapa propio que permita entender mejor la poesía y la prosa del escritor francés. Una topografía que carece de líneas rectas, hecha mediante el perfil irregular de una sucesión de meandros, retrocesos, avances, atrevimientos y arrepentimientos. Sin esta complejidad resulta incomprensible la mayúscula aportación de Baudelaire a la cultura europea: la fusión del espanto con la ironía, del drama con el humor; la ternura y el odio sacramentados en único cuerpo de pensamiento.

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El acierto del libro de Compagnon comienza con la perspectiva a partir de la cual interpreta al poeta y se extiende a su estilo –el ensayo tiene un lenguaje diáfano y elevado– y a su estructura, ya que el académico francés analiza la ambivalencia baudelaireana a través del papel de la prensa, la fotografía, la sociología y el urbanismo de su tiempo. Baudelaire temía el impacto que los cambios sociales y artísticos producían en estas disciplinas. Sin embargo, no hubiera podido crear su obra ni su identidad sin sumergirse en ellos. Maldecía a la prensa popular, pero publicaba artículos, poemas y folletines en los diarios. Escribió sobre arte en los años germinales de la fotografía.

Odiaba a las multitudes, pero no podía vivir sin contemplarlas. Usó el costumbrismo, que busca perpetuar un mundo en desaparición con el anhelo de detener su degradación, para describir su paisaje y un nuevo paisanaje marcados por la extinción y el cambio. El progreso le atormentaba, aunque nunca dejara de admirarlo. Todos estos extremos, como las oscilaciones mayores de un péndulo, son los que definen su modernidad, esa eternidad que exige asumir la fugacidad de las cosas. “Un poeta” –escribirá retratándose a sí mismo, “es un extraño clásico de cosas que no son clásicas”. Como un cuadro antiguo dibujado sobre esmalte. Un barniz nuevo para el mismo drama de siempre.