Félix de Azúa resucita a Baudelaire y viaja a la Venecia de Casanova / DANIEL ROSELL

Félix de Azúa resucita a Baudelaire y viaja a la Venecia de Casanova / DANIEL ROSELL

Poesía

Azúa: sabiduría, estilo y carcajada

El escritor regresa a dos de sus mitos literarios: la 'Venecia de Casanova' (Athenaica) y 'Baudelaire' (Debate), del que la editorial Firmamento recupera 'Un comedor de opio'

18 diciembre, 2021 00:10

Acostumbra a creerse que leer ensayos, catalogados desde el punto de vista académico dentro de ese cajón de sastre que agrupa memorias, biografías, epístolas y tratados, denominado el cuarto género –por suma sobre las tres formas aristotélicas clásicas de creación: la epopeya (narración), la lírica y el drama–, es una de las más provechosas costumbres de la madurez. La poesía y la novela serían, desde este punto de vista, moldes literarios más propios de la juventud o el ascenso vital, acaso por ese lugar común que relaciona el hábito de componer versos con el entusiasmo (pasajero) de la edad primera y asocia la peripecia con lo que Baroja llamó la lucha por la vida, que sólo termina con su antónimo: la muerte fatal. 

Se trata de una convención con tantas excepciones como lectores y escritores. El Quijote, sin ir más lejos, se entiende de una forma distinta a partir de los cincuenta años, aunque pueda leerse antes. Cervantes escribió el Persiles –una novela bizantina– con el pie en el estribo. Y multitud de poetas han escrito sus mejores versos con la ingenuidad y el desencanto que profesan los niños perpetuos antes de despedirse del mundo. No hay ley sin excepción ni pecado (literario) sin su eximente. Cada uno lee y escribe lo que quiere (o puede) en el momento que tiene disponible o a mano. 

El escritor Félix de Azúa en Sevilla / @JMSANCHEZPHOTO

Félix de Azúa, en Sevilla / @JAIMEFOTO

Es cierto, sin embargo, que para sobresalir en la escritura ensayística, esa música interior, resulta de ayuda, o al menos conveniente, haber vivido experiencias suficientes como para no confundir la vida entera con la solitaria nota de una partitura. Montaigne, el inventor del género, que es tan moderno como la novela, concibió sus Ensayos en la torre de su retiro a los 38 años de edad. Desde la perspectiva contemporánea todavía era un hombre joven, pero en su época había dejado de ser infanzón varios lustros antes. El ensayo, género subjetivo que se enuncia desde el yo, incluso cuando versa sobre un tema externo, exige la construcción de un carácter (ethos). Un proceso que requiere tiempo, experiencias, lecturas y pasar algunas  ilustres desgracias. 

Con el ego, sin duda, nacemos; pero la obstinación solar con la que venimos a este mundo –esa creencia de que los planetas deben girar a nuestro alrededor– no es exactamente la misma que se muestra en público en unas memorias o en una confesión escrita. Nada hay más depurado que la improvisación (aparente); nada más complejo que la obtención de ese don secreto de la escritura que es la naturalidad. Ambas virtudes creativas han guiado los trabajos y los días de Félix de Azúa (Barcelona, 1944) como escritor de ideas, condición que si bien no es exclusiva en su trayectoria –fue poeta novísimo y catedrático de Estética tres décadas, además de novelista, académico y un articulista non serviam– nos permite definirlo como el último gran irreductible de las letras españolas. ¡Salve!

baudelaire y el artista de la vida moderna

Lo suyo, sin duda, es la impertinencia: lleva décadas diciendo lo que piensa –esto es: ejerciendo la libertad intelectual– a la manera de los libertinos ilustrados, sin importarle en exceso lo que los demás puedan decir. Quien piensa –cuando escribe, cuando habla, cuando disiente– es él, autor de libros capitales para entender el arte universal y la tradición cultural de Occidente. Azúa, junto a Andrés Trapiello, es el autor más brillante de una forma de ensayismo –el literario– que es la más inalcanzable, pues necesita, además de conocimientos, la voluntad estilística de un artista. Paradójicamente, es el que menos se practica en nuestro tiempo, donde los libros con ideas cabalgan (poco) entre el fingimiento científico –no siempre cierto–, la divulgación y la especialización. 

Con los ensayos del escritor barcelonés sucede lo mismo que con sus escasos pares: siempre se escapan del molde. No porque sean extraños, sino porque la demanda social vigente, en este mundo que ha cancelado al humanismo y hace de la cultura un negocio de tendencias, reemplaza la sabiduría por el deslumbramiento de la técnica. Azúa, por supuesto, continúa en sus trece. A la contra. Escribiendo, pensando, molestando. Plenamente activo. Insumiso ante la mediocridad ambiental y dedicado a levantar acta del estado de postración de nuestra época. 

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

Fotografía de Charles Baudelaire (1855) / NADAR

Sendos sellos editoriales –Debate y Athenaica– recuperan ahora dos de sus mejpres libros dedicados a grandes mitos literarios: su influyente ensayo sobre Baudelaire, publicado por primera vez en 1978 por Dopesa, y su crónica crepuscular sobre la Venecia de Casanova (Planeta, 1990). El vino de ambas botellas es un gran reserva que nos llega en odres nuevos. La edición de Debate, al cuidado de Andreu Jaume, reúne el ensayo original con sus correspondientes adiciones –el análisis de la teoría estética del poeta francés, incluido en la edición de Pamiela (1991)– y un inédito dedicado al joven Baudelaire, inesperado defensor de la burguesía y los tenderos. 

El volumen despliega una mirada abierta sobre la figura del padre de la poesía moderna que, en paralelo, muestra la evolución intelectual del escritor barcelonés. Es algo así como un ejercicio especular: Azúa, en un juego similar al que hace en poesía el autor de Las flores del mal, sacrifica en apariencia su yo para hablarnos del cometa Baudelaire, pero de su juicio sobre el otro se infiere su autorretrato. Cualquier objetividad aparente no es más que subjetividad camuflada. El Baudelaire de Azúa, en su momento, hizo época por su perspectiva y composición. Su recuperación –Anagrama, la última editorial que lo publicó, lo tenía fuera de su catálogo– es la de un clásico contemporáneo de la crítica cultural. 

portada baudelaire web

Su vigencia continúa intacta. ¿Ingredientes? Perdurable erudición natural y un estilo donde la transparencia de la expresión –el característico tono Azúa– conviven con una finísima ironía. Es un panóptico sobre la modernidad y su héroe mayor contado al modo de Mussorgski: como los cuadros de una exposición. El ensayo, construido con piezas humildemente breves, es una joya del arte de la condensación. Leerlo es como visitar el Metropolitan: en una sala, el poeta y su leyenda; en otra, su obra y su sentido; más tarde, el cambio de era cultural. Junto estos asuntos, descripciones plásticas sobre la ciudad como objeto literario, el spleen, una guía de dandismo, un memorial sobre vicios y perversiones y reflexiones (universales) sobre la creación y sus infinitos senderos. Los hitos de un itinerario en dirección al abismo con todas sus estaciones. 

De una de ellas –las drogas– trata el libro que la editorial Firmamento, con traducción de Carmen Artal e introducción de Cristian Crusat, acaba de sacar a la calle: Un comedor de opio. Se trata del tratado sobre la embriaguez como método poético que el poeta francés escribió en 1861 a partir de la lectura de Confesiones de un opiófago inglés (1821) de Thomas de Quincey. Este Baudelaire se encuentra, según Azúa, en la tercera escala de su viaje en busca de Satanás, tras haber transitado por la distinción del raro –ese personaje artificial que facilita la ocultación del hombre real– y los hondos pozos del placer sexual. Un texto entusiasta escrito por el poeta después de haber sido acusado de pornógrafo. En el libro –así lo escribe Crusat– “se entrelazan el comienzo de la literatura drogada y el comienzo del sentimiento de horror a la vida”. ¿Su sentido? A juicio de Azúa, la constatación de la banalidad mecánica del mal, que no es un destino término sino un apeadero de paso. La huida de Baudelaire termina con un retorno a la vida ordinaria. En una inevitable decepción.

Azúa venecia

El segundo ensayo de Azúa –Venecia de Casanova– es una elegía casi sinfónica sobre la caída y depravación moral de la Serenenísima República de los Dogos en los tiempos del arquetipo del gran depravado. Un libro extraordinario por su noble factura –la edición de Athenaica, elegantemente minimalista, viene acompañada con una colección de cuadros, ilustraciones y apéndices con infografías– y por su estilo. El asunto, sin duda, contribuye: nada resulta más literario que el relato de un acabamiento. El canto por la muerte de un cisne.

Tras ocho siglos de dominio marítimo y comercial, la sociedad de la Venecia triunfal se convierte en el siglo XVIII en una reina suicida. Azúa escribe sobre esta inmolación una ópera. Su retrato es tan pavoroso como deslumbrante. Análogo a la caída de un imperio cuya vistosísima grandeza ocultaba una cloaca. Estruendoso como el giro súbito de la Historia en el carrillón del tiempo. De este relato sobre el desajuste entre un mundo que no ha dejado de ser antiguo, pero que ya empieza quedar arrinconado por la embestida de lo distinto, exactamente igual que en Baudelaire y el artista de la vida moderna, no sólo se obtienen enseñanzas históricas o estéticas. Ambos títulos son poderosísimas evocaciones de tiempos perdidos que Azúa concibe como retratos de nuestro presente y augurios de nuestro porvenir. Secuelas ya enunciadas. Desgracias eternas.

Escritos de Walter Benjamin sobre Baudelaire.

El regreso a Baudelaire –escribe el poeta barcelonés– “es una necesidad, del mismo modo que Hölderlin, desesperado por la sociedad que se avecinaba a comienzos del siglo XIX, creyó que no había otra tarea significativa más que volver a los griegos y estudiar cómo fue posible tanta grandeza”. Lo mismo cabe hacer a comienzos del siglo XXI “en un mundo cada día más incomprensible en el que gobierna la mentira, el engaño, la demagogia y el populismo sobre un panorama en ruinas y unas masas totalmente desnortadas, esclavas de sus aparatos electrónicos”. Sobre colapso de la Venecia del XVIII puede extraerse una lección análoga, resumida en estos párrafos antológicos: 

“Casanova escribió en sus Memorias: ‘La muerte es un monstruo que expulsa del teatro al espectador antes de que concluya una obra que le interesa infinitamente. Basta esta sola razón para que la detestemos’. Pero era el propio terror a la muerte lo que había convertido a la vida en una comedia y a los hombres en un puñado de pasivos espectadores cuya presencia sólo podía ser transitoria, así como su expulsión segura. Como en nuestros días, la necesidad ineludible de vivir a todo trance y para nada se transformó en cruda supervivencia".

Manuscrito de 'Las flores del mal' (1857) con anotaciones de Baudelaire

Manuscrito de Las flores del mal (1857) con anotaciones de Baudelaire

"Amputados de su antiguo poder, amputados de la libertad que sólo da el poder, amputados de la inteligencia que sólo da la libertad, los ciudadanos venecianos se convirtieron en esclavos de su diversión, de su entretenimiento, de su comedia. Vivían su derrota como esos actores cómicos que hacen burla del público que los mantiene. Ellos eran su propio público. Entonces la risa, la hiriente ironía, el estéril sarcasmo, la burla, se convirtieron en la única creación de aquella sociedad humillada. Y cuando llegó su última e inolvidable derrota, los venecianos acogieron el yugo napoleónico y las cadenas austríacas. Muertos de risa. Divertidos, sí; pero, en todo caso, muertos”. 

Azúa combina en sus ensayos la sabiduría, la capacidad de estilo y el espíritu cruel de la carcajada. Hay quien le acusa de ser un moralista. Sin duda lo es, pero al dilecto modo francés. Cuando escribe del pasado habla del presente. Hace el periodismo que hubiera escrito Rabelais.