En la primera sesión fallida de investidura de Pedro Sánchez pudo comprobarse que el candidato del PSOE a la jefatura de Gobierno se esmeraba en mimar a los republicanos catalanes para garantizar su apoyo mañana en la que será la votación definitiva para que amarre las riendas del país. También fue evidente que desde ERC se moderaba el lenguaje y se inauguraba una fase en la que la España ladrona de los últimos años deja de robar.

Son matices apenas perceptibles en la escenificación que unos y otros aplicaron. Incorporan, eso sí, el espíritu de un pacto que Gabriel Rufián (ERC) y Salvador Illa (PSC) han tejido en los últimos días y que puede conjeturar un giro copernicano en la política española. Los republicanos han escogido de manera definitiva la vía autonómica. Lo hacen a pesar de mantener un discurso crítico que trata de pacificar a sus bases más soliviantadas y bloquear, a la par, los golpes que reciben desde Waterloo o desde las ringleras conservadoras de nacionalistas radicales nucleados ahora por Junts per Catalunya. A ERC le interesa convertirse en el partido central del espectro soberanista catalán y los socialistas no objetan ese propósito. A cambio se garantizan los votos y la expulsión del espacio de orden de los radicales de la antigua Convergència, históricos adversarios, y de los antisistema de la CUP.

Sánchez necesita los diputados de ERC para mandar. Además, no puede hacerlo en condiciones mínimas sin pacificar Cataluña y cicatrizar las heridas abiertas hace ya unos años por el procés. La situación económica, social y territorial de España depende, cada vez más, de cómo se resuelva el futuro de ese capítulo. El papel de los marqueses de Galapagar y de Ada Colau es capital en todo este embrollo. Tienen la misión de engrasar en Madrid y en Barcelona unas relaciones que serán difíciles cuando se dilucide una aprobación de presupuestos, nuevas leyes o cambios en la gobernación del país.

Se abre, pues, un nuevo periodo en la historia de España con estos protagonistas principales, pero con una incógnita todavía por resolver: ¿cuánto compromete el matrimonio de conveniencia entre socialistas y republicanos a unos y a otros en los meses que vienen? Aunque los opositores del centro, la derecha y la ultraderecha presentan el asunto como un órdago al edificio constitucionalista español, todo apunta a que poco o nada variará en ese sentido de manera inmediata. El conflicto político catalán, la crisis de convivencia, la locura secesionista (aplíquese el epíteto que cada uno prefiera) sólo se puede minimizar con una posición de dura respuesta y confrontación, con el artículo 155 aplicado y el ejército patrullando las calles, o por la vía de ganar tiempo para atemperar posiciones y una especie de falsa teatralización de un diálogo que sea suficientemente inconcreta para no comprometer a nadie más de lo soportable. Ahí es donde germina el acuerdo.

Los que no quisieron en su día comprender la profundidad y complejidad del caso catalán son quienes hoy piensan que el asunto está resuelto con la prisión de una parte de los líderes independentistas y la huida del resto. Pero nada más lejos de la realidad. Similar le sucede al soberanismo, que vive en la engodogamia de la Cataluña que dominan en las redes sociales, buena parte de los medios de comunicación o la escuela. La actuación de los jueces no ha sellado las grietas del problema existente.

Tampoco existe una sociedad catalana independentista dispuesta a emprender una revolución contra el Estado con todos los costes que ello supone. Ni una cosa, ni la contraria. Aunque parezca un contrasentido, ese es el auténtico estado de cosas a estas alturas del debate. La virtualidad del frágil acuerdo entre socialistas y republicanos radica justo en comprender que ninguna posición maximalista resolverá un poliédrico contencioso que, como las lagunas de Ruidera, emerge y desaparece en diferentes momentos de la historia contemporánea.

Todos son conscientes, además, de que el centro derecha tampoco posee una receta razonable para mejorar la situación territorial. El nuevo gobierno de Sánchez e Iglesias los entretendrá de manera principal con la oposición a las actuaciones que intenten en materia fiscal o laboral, por ejemplo. Trabajo tienen, por otra parte, para recomponer su propio espacio electoral si se consolida un gobierno de izquierdas más allá de un año.

“Habrá mesa o no habrá legislatura”, espetaba un envanecido Rufián el sábado desde la tribuna del Congreso de los Diputados. Pero era una postura tramposa, y él lo sabe. Habrá mesa, mantel, cubiertos, cristalería y vajilla de lujo, pero cosa diferente será el menú. Es la clave que permitirá marear la perdiz el tiempo necesario. Y lo que coman unos y otros en esa mesa será tan ligth, aterciopelado y nutricionalmente calculado que a nadie se le indigestará por más veces que compartan ágapes, ni siquiera a los opositores que se sienten en la mesa contigua. Ese es el secreto mejor guardado de esta investidura inmediata, pero con vocación medioplacista para sus beneficiarios. El día que no convenga proseguir con esta alianza de circunstancias, los republicanos se presentarán a la mesa con un tupper de alioli y los socialistas encargarán una fabada asturiana. Los platos regionales serán lo más plurinacional y la votación sobre los postres lo más anticonstitucional de cuanto veremos. El resto, puro teatro.