La selección española volverá a jugar en Cataluña 18 años después de su último partido en estas tierras. Es como el cometa Halley. Hay mayores de edad que no han visto a la Roja en la comunidad, la segunda más poblada del país, ni siquiera de paso; otra anormalidad más en la región. Sin embargo, esta vuelta, aunque sea un encuentro amistoso y contra la débil Albania –el combinado 66 del ranking FIFA–, es un pequeño paso para la normalización y un gran paso para la convivencia que los políticos se empeñan en dinamitar por aquello del divide y vencerás. 

El siguiente paso es que España juegue en el Camp Nou un torneo oficial. Todo se andará. Por ahora, los chicos de Luis Enrique estarán en Cornellà-El Prat, el feudo del Espanyol, del mismo modo que en su última visita compitieron en el Lluís Companys, que entonces también ocupaba el equipo periquito. Fue en 2004, en un partido amistoso contra Perú (2-1) y, por aquel entonces, la Roja no enganchaba a nadie. Después llegó el ciclo victorioso con Luis Aragonés, primero, y Vicente del Bosque, después, muy celebrado en Cataluña, aunque ni rastro de la selección por aquí. Es más, cada vez que alguna entidad quería colocar una pantalla gigante para seguir al equipo de todos se armaba la marimorena.

Desde ese lejano febrero del 2004, la Roja ha jugado 16 partidos en Madrid, 11 en Sevilla –incluida la Eurocopa pasada, que debía disputarse en el País Vasco, aunque el Covid lo tiró por tierra y Euskadi lleva ya desde 1967 sin la selección–, cinco en Gijón y Valencia, cuatro en Murcia –tierra muy futbolera, como atestigua el nomenclátor de sus calles–, y tres en Las Palmas, Santander, Albacete, Elche, Málaga, Granada y Alicante. Pero también ha pasado entre una y dos veces por Getafe, Almería, León, Leganés, Villares de la Reina, Valladolid, Badajoz, Cádiz, Palma, Oviedo, Huelva, Villarreal, La Coruña, Mérida, Logroño, Pontevedra y Vigo. ¡Ya tocaba Cataluña! Y puede que no haya que esperar otros 18 años para que vuelva, porque algo se está moviendo en el deporte, la política y la sociedad, aunque es un proceso lento.

Ese cambio lo estamos viendo en los últimos tiempos con el resquebrajamiento de la inmersión/imposición lingüística –que no es un ataque al catalán, que se mantiene, sino un reconocimiento al derecho de los castellanohablantes de estudiar también en su lengua–. Incluso con la fiscalización que hace algún medio nacionalista de los excesos de las instituciones catalanas. Porque la sociedad se está sacudiendo los complejos; empieza a alzar la voz ante las injusticias y el arrinconamiento del castellano y de todo lo que huela a la España no catalana. Los independentistas han forzado tanto la máquina que han despertado a los ciudadanos que tenían adormilados y atemorizados, aquellos que aman desde el Cap de Creus hasta Finisterre y desde Guernica-Luno hasta Tarifa. La Cataluña plural y abierta, a fin de cuentas, la mayoritaria. 

No echemos las campanas al vuelo, porque queda mucho camino por recorrer, aunque por algo se empieza. No olvidemos que todavía existen los espías del patio, que el Govern mantiene el pulso con el Estado –pese a que ha bajado una marcha, es cierto–, que Barcelona está en horas bajas por la cuestionable gestión de los últimos mandatos y que todos estos avances en la normalización de España en Cataluña son incipientes. Hay que reforzarlos, porque ha costado mucho llegar hasta aquí. No obstante, todo indica que este es un camino de no retorno. ¿Qué te está pasando, Cataluña? Por si acaso, disfrutemos del momento.