Pocas fiestas tradicionales habrá en el mundo tan bonitas como Sant Jordi. El espíritu de la diada es precioso, basado en el amor y la cultura –tan necesarios en este mundo movido por los intereses armamentísticos y geopolíticos–; el concepto, integrador, salvo para los cantamañanas independentistas, que pretenden –sin éxito– apropiarse también de esta festividad e imponer el catalán –igualmente sin éxito–.

Pere Aragonès ha calcado el discurso del último año en este sentido (es un día para “redoblar el compromiso” con la lengua catalana, objeto de “intentos de persecución y minorización”, a pesar de que, según los radicales de la llengua, esta tiene hasta 10 millones de hablantes. ¡Y dicen que está en peligro de extinción!), y otros líderes políticos le han seguido; estamos en precampaña. Entonces (por el 2023) ya había sequía. Prioridades. Pero la ejecución de la jornada, pese a su alma bella, es dudosa.

Sant Jordi es cada vez más una fiesta para ver por televisión, o por las redes sociales. Al menos en Barcelona. La ciudad se colapsa. Me extraña el auge de ventas de libros el 23 de abril, pues es imposible detenerse –ni siquiera acercarse– a los puestos a ver las novedades, los títulos llamativos, y comprar. Ese día, o se va con una idea clara de lo que se quiere –y a pesar de ello ya produce pereza aproximarse a los tenderetes: ¡hay que hacer cola hasta para entrar en las librerías!– o mejor pasar de adquirir nada. Haberlo hecho antes, que tiempo hay, aunque no se aplique el 10% de descuento obligado por ley para ese día para fomentar la lectura (que estaría bien si fueran lecturas de calidad, no las historias de los influencers de turno).

Casi todas las carpas venden lo mismo; hay sobresaturación de títulos (y de puestos, todos concentrados en unas pocas calles; ¡espaciémoslos!). Es imposible elegir con criterio. Para eso sirve el márketing, para dirigir a las masas a los libros que interesa vender. Aunque el contenido no lo merezca. Otros, de gran calidad, pasan desapercibidos para el gran público. Tampoco hay que fiarse de los más vendidos. Más publicidad. Y más vendidos, en todo caso, no significa más leídos.

Por no hablar de que cada dos pasos (literal) hay una parada de rosas. Todo el mundo se apunta a venderlas para distintas causas: viajes de fin de curso, cuidado de galgos… ¿y las floristerías? Es su gran día, y lo sigue siendo pese a esta competencia indecente, pero el asunto debería regularse de algún modo, igual que habría que hacerlo con el exceso de originales publicados. Hay que decir basta. Un poco de seny. Con esto y con todo en general en este mundo loco.

El 23 de abril, pese a todo, sigue dejando imágenes realmente bellas y emotivas, pero habría que hacer una reflexión colectiva o terminaremos por cargarnos Sant Jordi por saturación. Espero que lo hayan disfrutado.