Una ola de negacionismo independentista amenaza con engullir a los grupos parlamentarios y convertir la actividad política en puro nihilismo. El posprocés ha generado cierto spleen en los debates de la cámara catalana y eso se nota, no solo en la dialéctica de los diputados, sino en los suspiros y bostezos que alguno deja ir en los pasillos, tanto en el sentido real como figurado.

Después de tantos años de desafío independentista --que a lo mejor no son tantos, pero ¡qué largos se han hecho!--, sus señorías están desentrenadas. Bien porque hacía tiempo que no tenían ocasión de hablar de políticas reales, esto es, de sanidad, educación, economía o cultura, temas todos ellos eclipsados por el procés. Bien porque proceden del activismo puro y duro y no saben ir más allá de sus consignas.

Dicho de otra manera, parece que el retorno a la normalidad, previa descompresión procesista, descoloca a algunos dirigentes que todavía tiran de victimismo --algo habitual en los años más duros del secesionismo—para eludir la autocrítica y la negociación.

No deja de ser curioso que Pere Aragonès, que hace bandera del diálogo, atribuya el rechazo de Seat a instalar una planta de baterías en Cataluña --Sagunto la acogerá finalmente-- a la ausencia de un Corredor Mediterráneo. Es decir, que la culpa es del Estado, no de las deslealtades, plantes y feos de la Generalitat. O de las pugnas entre ERC y Junts per Catalunya (JxCat), socios de gobierno, que lastran las decisiones económicas.

Como igualmente chocante es que el consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, se niegue a reconocer el problemón que tiene encima. Hasta ahora, Aragonès ha cerrado filas con su conseller a costa de perder el apoyo de sus socios de la CUP y En Comú Podem, mientras JxCat se frota las manos. Esquerra quería demostrar que tenía capacidad de gestión, reclamó Educación, Interior y Empresa, sensibles departamentos donde los conflictos crecen por momentos.

Pero los neocovergentes también incurren en el negacionismo cuando les conviene. Ayer mismo, el consejero de Salud, Josep Maria Argimon, utilizó un argumento perverso para quitar importancia a las listas de espera en la sanidad. Dice que en Cataluña son más largas porque las estadísticas que hacen el resto de comunidades autónomas “no son fiables”. Supremacismo sanitario. Lo que nos quedaba por oír.

Al independentismo le sobra ego y le falta humildad para admitir errores, no ya en un desafío separatista del que solo se acuerdan la ANC y Carles Puigdemont, sino en la gestión de ámbitos tan importantes como la sanidad, la educación y la economía. Sobre todo cuando el truco del enemigo exterior, esto es, culpar de todos los males al Gobierno español, ya no funciona.

La Generalitat tiene desde hace años competencias en esos pilares del Estado del bienestar, un presupuesto elevado --gracias, eso sí, a los fondos Next Generation transferidos por el Gobierno--, un margen de déficit que, tras la guerra en Ucrania, exige elevar, a pesar de que lo desaprovechó en anteriores ocasiones, y el traspaso de las inversiones contempladas en la disposición adicional tercera del Estatut.

Sobre el tan cacareado déficit, permítasenos dudar, como hace Argimon, de la fiabilidad de los datos del Govern. Que Cataluña haya dejado de ser motor económico en España y en Europa poco tiene que ver con la distribución territorial del gasto. Revisable, eso sí, pues para eso se está abordando la reforma de la financiación autonómica. Pero también hay negacionismo independentista en eso.