Vivimos tiempos trepidantes. Pasan muchas cosas en muy poco tiempo, una tras otra, y el bombardeo informativo es incesante. Pero somos tan resilientes (palabra de moda) que lo normalizamos todo. Estamos inmunizados, acostumbrados, por ejemplo, a ver muertos por la televisión. Inmunizados o, tal vez, adormilados, hipnotizados. Olvidamos muy pronto hechos tan graves como el desenlace del procés (pero Franco sigue entre nosotros) y, claro, si le quitamos importancia al octubre del 2017, ¿cómo no vamos a perdonar a los impulsores?

Los indultos ya son una realidad. Brindemos por la “concordia”. El Gobierno considera que los procesistas “ignoraron a la mitad de la sociedad catalana”, pero tiene la “obligación ineludible de restaurar la convivencia”. Curiosamente, esa mitad a la que se refiere es la misma que ignora el Ejecutivo con tal medida de gracia, y la misma a la que despreció Mariano Rajoy con su pasividad en los momentos de máxima tensión. No, las relaciones entre catalanes no se arreglan con la salida de prisión de los irresponsables.

Si el “pasar página” de Salvador Illa era esto, hacer como que nada ha sucedido, menuda decepción. Y, aparte de los indultos, tampoco queda muy clara la propuesta política del Gobierno para que este perdón sirva de algo. ¡Ah! He escuchado algo de no sé qué Estatut. Es decir, volver al 2006. Regresar al inicio. “Pesan más las expectativas de futuro que los agravios del pasado”, declaró Pedro Sánchez en el Liceu. Mal empezamos si lo fiamos todo a un deseo y metemos en el cajón lo ocurrido. ¿Cuál es su “utilidad pública”? A priori, ninguna, ganar tiempo, salvo que lo tengan todo pactado y unos y otros estén haciendo teatro del bueno.

No es menos llamativo uno de los argumentos de los indultos: Oriol Junqueras es “una persona clave para la restauración de la convivencia” y “su peso en el devenir de las relaciones entre España y Cataluña es indiscutible”. Sí, se refieren al mismo Junqueras que aprecia diferencias genéticas entre catalanes y el resto de españoles; el Junqueras del “lo volveremos a hacer” y “ganaremos”; el Junqueras que ha pasado del “que se lo metan por donde les quepa [el indulto]” al “es un triunfo porque muestra las debilidades del Estado”. Sí, el mismo Junqueras, el de los sermones perdonavidas. Aunque, a fin de cuentas, si hoy Otegi es un referente del pacifismo, ¿por qué no confiar en el líder de ERC?

La intención es buena, no digo que no, pero los gestos apuntan en otra dirección. Pere Aragonès, presidente de la Generalitat y subordinado de Junqueras, ha subido la apuesta al aceptar los indultos de sus compañeros, aunque los considera insuficientes; ahora hay que abrir la “mesa de negociación” (ya no es de diálogo, un pequeño matiz) para tratar los dos puntos que persigue el independentismo: la amnistía y un referéndum de independencia de Cataluña. Eso del Estatut son migajas. Y lo entiendo porque, pese a su derrota, siguen gozando de todos los privilegios, de todo el poder, del perdón, y siguen saltándose leyes y sentencias judiciales como las que tumban la inmersión lingüística. ¿Renunciar a qué?

Otro de los argumentos dados por Sánchez en Barcelona es que “quienes se oponen a los indultos afirman que quienes los reciben y quienes los apoyan no van a abandonar sus ideales”. Es una afirmación incierta. Nadie en su sano juicio condiciona la medida de gracia a un lavado de cerebro de los independentistas para que renuncien a sus ideas. Solo se les pide que, al menos, asuman que se equivocaron, que ese no es el camino, y que cumplan las leyes. Hicieron muchísimo daño a la política, a la sociedad y a la economía, y no se puede pretender ahora “comenzar de nuevo”, tratando de borrar o maquillar los hechos. Claro, son muchos los que defienden la libertad de estos individuos --y de otros investigados-- por su condición de “buena gente”, como si con ello bastase. El colmo del argumentario del perdón es que deben estar unos años sin delinquir.