Andan los independentistas con una nueva matraca. La de una investidura de Salvador Illa con los votos de Vox. Candidatos, asesores y activistas se han sumado a esa consigna que delata muchas cosas. Los nervios existentes en las filas de Junts per Catalunya y ERC ante la hora de la verdad, el agotamiento del discurso procesista y el reconocimiento subliminal de que el PSC puede ganar. Y, sobre todo, esa disonancia cognitiva que lleva a los independentistas a ver al ultra en el ojo ajeno.
Que Laura Borràs intentara acorralar al candidato socialista aventurando un hipotético apoyo de la ultraderecha resulta obsceno, tratándose de la representante de una formación que presenta a las elecciones del 14F una caterva de radicales que azuzan el odio en las redes sociales contra los “colonos”, éstos son, todos aquellos que no creen en la independencia como opción política. Desde Joan Canadell, que si los problemas judiciales de Borràs se complican apunta a presidenciable, pasando por otros integrantes de la lista que llaman putas a las mujeres, se ríen de actrices fallecidas o llaman vagos a los andaluces. Que Borràs, que se define ahora como musa del socialismo, admita en su equipo a clasistas y machistas, o no se indigne con los artículos misóginos que articulistas del diario digital más subvencionado del Govern dedican a Jèssica Albiach, deja sus apelaciones a la igualdad y el feminismo en puro postureo.
ERC también se ha sumado a esa ecuación Illa-Vox. Debido a sus complejos, los republicanos se están cargando su propia campaña. Comenzaron con un discurso conciliador, el de la vía ancha y el independentismo posibilista. Pero a medida que avanzan los días, pierden fuelle en las encuestas de intención de voto. Y eso que Pere Aragonès ha ido ganando soltura en los debates televisivos lo que, unido a su historial de gestión --es decir, un discurso sin brocha gorda--, era una apuesta perfecta para ERC, que partía como ganadora.
Pero los republicanos, empeñados en demostrar un músculo identitario que solo los ultras neoconvergentes cuestionan, también intentan asociar a Illa con la ultraderecha. Obviando que ERC ha estado gobernando con la derecha reaccionaria que hay en JxCat durante tres años. Una alianza que se remonta ya a la época de Junts Pel Sí. La de Lluís Llach, que ahora, reconvertido en hooligan cupaire, distingue entre “els nostres” ("los nuestros") y “els altres” ("los otros"). Esa derecha independentista de la que ERC no acaba de separarse es la misma que cuestionó su pacto fiscal con los comunes, lo que permitió a Aragonès aprobar los presupuestos de la Generalitat de 2020 y superar la zancadilla de JxCat.
Esa derecha independentista que convierte en dogma electoral las palabras de Ignacio Garriga --“facilitaría la investidura de Cataluña para que no gobiernen los golpistas”-- es la que ha hecho la vida imposible a ERC y, lo que es peor, a todos los catalanes, pues debido a esas peleas internas, la gestión del Govern se ha reducido a su mínima expresión. Pobreza, división social, inestabilidad, inseguridad jurídica… Esas son las consecuencias de un mandato entregado a ese “bien superior” llamado independencia.
Pero la claque secesionista solo ve mala gestión y radicalidad en el ojo ajeno, quizá confiada en que las elecciones son “una cruzada”. No contra el islamismo, como predica Vox –¡grande el popular Alejandro Fernández dejando en su sitio a Garriga en TV3!--, sino contra los no creyentes del separatismo.