No por habitual resulta más alarmante el hábito de nuestros gobernantes de protagonizar actos sin preguntas, declaraciones institucionales sin opción a la intervención periodística, conferencias solemnes a modo de monólogo. A medio camino entre esos formatos y la rueda de prensa tradicional está la entrevista-masaje en medios afines, como ha hecho esta semana Laura Borràs, que acudió a una radio privada para explicar que su compromiso de desobediencia a las pérfidas instituciones del Estado no se entendió bien. Al ciudadano, privado de esa transparencia informativa, le queda el recurso de escuchar a sus representantes parlamentarios, pero fue la propia Borràs la que amordazó la Cámara catalana con la suspensión de la actividad a modo de huelga independentista. O sea que tampoco.
Se acerca el primer aniversario de las elecciones catalanas del 14F, lo que da pie a hacer balances de legislatura. Pere Aragonès tiene previsto pronunciar una conferencia el lunes para repasar su gestión. Sin preguntas, claro. Pero, a modo de aperitivo, la sesión de control del Govern celebrada ayer en el Pleno del Parlament permitió avanzar algunas conclusiones. Que el independentismo antes llamado 52% está más fracturado que nunca. Tanto en lo que respecta a la hoja de ruta para lograr la independencia como en la gestión del día a día.
Junts per Catalunya se ha quedado sola en su defensa de ese mítico porcentaje supuestamente salido de las urnas y que incluía el voto de formaciones que no obtuvieron representación, como PDECat y PNC, atomizadas tras el surgimiento de la nueva formación Centrem, liderada por Àngels Chacón. Y es que hay muchas soledades compartidas en el secesionismo.
Borràs se ha quedado sola en su “quiero y no puedo” rupturista, mientras que sus compañeros de partido --Jordi Sànchez, Jordi Turull, Elsa Artadi…-- se desmarcan de sus bravatas. Y la CUP ha vuelto a una posición de outsider que nunca debió abandonar, al romper su pacto con Aragonès.
El presidente catalán también se ha quedado solo en su defensa de la mesa de diálogo con el Gobierno, rechazada por JxCat y los antisistema, mientras que en materia de gestión, se las ve y se las desea para impulsar proyectos de calado como la candidatura de los Juegos Olímpicos de Invierno o la ampliación del aeropuerto. Proyectos que, seguramente, el republicano avalaría, pero en lugar de liderarlos, comete el error de querer contentar a todos. A la CUP, que ya no le quiere, y a los comunes, que le salvaron los presupuestos de 2022, pero que han vuelto a darle la espalda, tanto en el tema olímpico, como en el de Borràs. El rechazo de ERC a la reforma laboral es una espina que los podemitas tienen clavada.
Ante este panorama, resulta difícil preconizar qué tipo de balance hará el president. Triunfalista no puede ser. Tampoco derrotista, pues sería indigno de su cargo. Y es ahí donde entrarán los llamamientos a la unidad, vía defensa de la inmersión. Tema que, hoy por hoy, es lo único que genera consenso en los tres partidos independentistas, con el apoyo de los comunes. No es casualidad que el Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat publicara ayer una encuesta para justificar su rechazo al cumplimiento de las sentencias que ordenan impartir un 25% de horario lectivo en castellano en las aulas catalanas. Tampoco que, en el último Consell Executiu, Aragonès decidiera poner a trabajar --ya era hora-- al Govern, mediante una reestructuración de la coordinación interdepartamental y retribuciones para los funcionarios por productividad.
Según ese sondeo, un 68,5% de los catalanes defiende la inmersión. Porque así se expresa en el enunciado. Si en lugar de ello se preguntara a los ciudadanos si prefieren un aprendizaje monolingüe o multilingüe, los resultados serían diferentes. De hecho, una encuesta coordinada por los profesores Arias Maldonado y Olivas Osuna lo demuestra. Hasta los votantes independentistas prefieren flexibilizar el modelo actual. De hecho, el mismo consejero de Educación, Josep Gonzàlez-Cambray, lleva a sus hijos a un colegio donde no hay inmersión.