Demasiadas veces se ha tomado el nombre de democracia en vano durante el procés. Sobre todo para justificar la celebración de un referéndum del 1-O cuya convocatoria poco tuvo de democrática. “President, posi les urnes” ("presidente, ponga las urnas"), era el lema de los independentistas que pisotearon los derechos de la mitad del Parlament. Corría 2017 y, según aseguraban las formaciones secesionistas y su brazo activista, ANC y Òmnium, la democracia estaba por encima de las leyes. También hizo fortuna una proclama tan trumpista como “la voluntad de un pueblo”, pues de aquellos polvos del gobierno de Artur Mas --recortes, corrupción y transición nacional--, estos lodos de Quim Torra y Pere Aragonès --pobreza, recesión económica y fractura social--.
Justo es reconocer que Junts per Catalunya (JxCat) y ERC han tenido que afrontar una pandemia sin precedentes, aunque por culpa de sus broncas continuas, la gestión ha sido nefasta. Pero qué rápido se ponen de acuerdo cuando se trata de buscar culpables --el Gobierno represor, una y mil veces-- o de aplazar unas elecciones catalanas por razones más políticas que sanitarias. Ahí ya no hay democracia que valga.
Hace un año que el expresidente Torra arrojó la toalla, proclamó que la legislatura estaba agotada y que se había perdido la confianza entre los socios de gobierno. El dirigente catalán aseguró, en una declaración institucional y, por tanto, solemne, que tras la aprobación de los presupuestos de la Generalitat convocaría los comicios catalanes. Las cuentas catalanas salieron adelante, no así una fecha electoral. El partidismo se impuso, pues, perdón por la redundancia, era posible sacar partido a la inhabilitación de Torra y ganar tiempo para que Carles Puigdemont montara su nuevo partido.
ERC, reacia en principio a prolongar la legislatura, asumió un gobierno en funciones con el que podría demostrar su capacidad de gestión. Y parece que las encuestas avalaron esa táctica, así como su giro pragmático, esto es, su desmarque de una confrontación unilateral que provocaba hartazgo, incluso entre los votantes independentistas. De ahí que, a pesar de algún amago de investidura por parte de JxCat, los republicanos señalaron la fecha del 14F para celebrar las elecciones. Hasta que llegó Salvador Illa.
Porque asistimos a otro intento del Govern de posponer de nuevo las elecciones. El argumento es el agravamiento de la situación pandémica, aunque ayer, el órgano encargado de proponer medidas contra el Covid (Procicat) no acordó ninguna medida extraordinaria acorde con ese fatal escenario que desaconseja colocar las urnas dentro de un mes. ¿Habría elecciones si Illa no fuera candidato del PSC? Que es lo mismo que preguntarse si, con unas encuestas menos optimistas para los socialistas, el Govern mantendría la fecha del 14F.
Patronales y sindicatos rechazan un nuevo aplazamiento, porque la economía ya no aguanta más gobierno en funciones, roto y descoordinado. Y otros países han celebrado elecciones en tiempos de pandemia, como recordaba ayer la número dos de la candidatura del PSC, Eva Granados. Estados Unidos, India, Alemania, Egipto, Italia, Croacia y Francia. Y Portugal lo hará el 24 de enero.
¿Partidismo también por parte de los socialistas? Puede. Aunque las puyas parlamentarias de los independentistas son algo ridículas. ERC reprocha a Illa que haga campaña mientras mantiene el cargo de ministro de Sanidad, aunque su cabeza de lista, Pere Aragonès, hace lo propio siendo presidente en funciones de la Generalitat.
Otros partidos, como Ciudadanos y En Comú Podem, se están sumando a la idea de posponer el voto. El argumento sanitario es poderoso, pero tienen en común sus malas perspectivas electorales. Mañana está prevista una reunión de partidos en la que se decidirá mantener el 14F o esperar tres meses. Mientras, los colegios siguen abiertos, no existe confinamiento domiciliario y parece que las elecciones del Barça --vale, de acuerdo, esos comicios no movilizan a cinco millones de personas-- se mantienen. Lo llaman relativismo democrático.