El 1 de febrero de 2021 será un día complicado. Decaerá la última prórroga de los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) por fuerza mayor, que se pueden aplicar desde el primer estado de alarma, y entonces se sabrá hasta dónde ha llegado el desastre en el mercado laboral y se descubrirá cómo de fuerte ha sido el tsunami de la pandemia.

Los últimos datos del Observatori del Treball de la Generalitat muestran que entre el 1 de enero y el 30 de septiembre del ejercicio en curso 844.721 personas se han visto afectadas por un ERTE y otras 4.684, por un despido colectivo. ¿Son muchas o pocas? Un dato más: la encuesta de población activa (EPA) del tercer trimestre cifró en 3,32 millones las personas ocupadas en Cataluña. Es decir, grosso modo podríamos señalar que casi un tercio de la población con un empleo está afectada por el impacto del coronavirus sobre la economía. Se trata de un porcentaje en línea con el que se da en el resto del país.

Otra prórroga de la medida laboral no tendría mucho sentido. Implicaría prolongar la agonía de muchas empresas que se han topado con una triste realidad. La de que la convivencia con el coronavirus va para largo y que por mucho que la vacuna (o vacunas) se empiece a distribuir el próximo verano su actividad económica no sobrevivirá hasta entonces.

Como concluyeron la magistrada de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, María Lourdes Arastey Sahún, y el titular del Juzgado Social 26 de Barcelona, Carlos Escribano García, no lleva a ninguna parte obligar a una compañía que va a la ruina a continuar. En un territorio de pymes, son los propios empresarios los primeros en sufrir por llegar a este escenario. Pierden el proyecto al que seguramente han destinado su vida y en el que han invertido buena parte (si no todos) de sus ahorros. Un drama.

Quedan tres meses para que esto suceda. Los responsables de las instituciones laborales que tienen la foto fija exacta de la situación han mandado un aviso alarmante sobre lo que supondrá el golpe real del coronavirus en el mercado laboral.

Nadie podrá alegar entonces que se encuentran ante una situación inesperada. Imprevista era la aparición del virus en marzo. Cualquier proyección en ese momento era un parche de emergencia que no se sabía hasta cuándo se debería aplicar. Ocho meses después, los planes ya deberían estar definidos. No hay más margen para la improvisación.

Está claro que el coronavirus se ha llevado por delante sectores tan claves para la economía local como el turismo. Por ahora no hay ninguna otra actividad que pueda ejercer de tractora con igual fuerza, e impulsar una alternativa de forma artificial no es factible. Ya se ha demostrado en múltiples ocasiones, la más reciente en 2008, a pesar del empeño de ciertos poderes públicos en hacernos creer que darían (y darán) con una fórmula mágica en cuestión de días. No existe.

Superar el realismo mágico en el que algunos se empeñan en vivir es una cuestión capital. Anticiparse al golpe, también. Si no, ¿qué respuesta daremos a las más de 800.000 personas que se pueden quedar sin empleo?

 

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