Hace unos años que el nacionalismo introdujo un discurso en la vida pública catalana que causó sensación. Se decía que el instrumento político de análisis tradicional formado por el eje entre la izquierda y la derecha se sustituía por el eje que transcurre desde el independentismo al constitucionalismo, más o menos nacional, según su nomenclatura. Durante un tiempo esa monserga sirvió para hacer cábalas sobre determinados partidos políticos que en un eje se encontraban en una posición, pero que en el siguiente se encontraban supuestamente en otra.

Después de los acontecimientos de los últimos cinco años esa teoría ha quedado obsoleta en esta comunidad. Y ambos conceptos de lectura política han sido superados en la práctica por otro que define con mayor atino la situación: el de la Cataluña dual, la doble Cataluña que convive día a día.

Hoy es más fácil comprender lo que acontece en nuestro entorno si agrupamos las diferentes formas de pensamiento en dos grandes grupos: el de la Cataluña tranquila, moderada y racional como antítesis de la Cataluña gritona, radical y populista. El primero es mucho mayor en términos cuantitativos, pero por su propia definición es silencioso, plural, poliédrico en sus postulados y alejado de la confrontación. El segundo, en cambio, es ruidoso, desacomplejado y activo en la cotidianeidad.

La Cataluña radical y populista está presente en la vida pública con la mitad del Gobierno de la Generalitat, en muchos ayuntamientos y en una parte nada desdeñable de los nuevos medios de comunicación digitales y sociales. También nos la encontramos en la mitad del gobierno del Ayuntamiento de Barcelona, donde parecen haber efectuado una incorrecta lectura de los últimos resultados electorales. Esa parte de la comunidad catalana vive empecinada en montar un enorme show cuando llegue la sentencia del Tribunal Supremo sobre los hechos de 2017, mantiene un discurso de sustrato hispanofóbico y se atrinchera en un anticapitalismo extremo que parece sacado de las encarnizadas y superadas luchas obreras de finales del XIX y principios del XX. Si hay que ponerle siglas partidarias, aquí caben desde el engendro de Carles Puigdemont y sus seguidores hasta la CUP, pasando por una parte cada vez menor de ERC y otro tanto de los seguidores de Podemos en la comunidad, con Ada Colau y su equipo a la cabeza. Si hay que analizarlo desde el eje de adhesión al soberanismo, podría decirse que es inequívocamente independentista, está frustrado y vive a la sombra de las entidades otrora civiles ANC y Òmnium.

La Cataluña moderada, por el contrario, tiene menor presencia institucional, aunque forme parte minoritaria del Gobierno de la Generalitat, del Ayuntamiento de Barcelona y mande en una parte de los ayuntamientos del área metropolitana de Barcelona. También tiene una representación sólida en lo mediático, pero a diferencia de sus antagonistas, jamás actúa con iniciativa, sino de manera refractaria. La resolución de los jueces del Alto Tribunal se la bufa bastante, porque, aunque preferiría que nadie estuviera encarcelado, de manera mayoritaria opina que las leyes están para cumplirlas, y que quienes se las saltan no pueden quedar impunes.

La Cataluña moderada odia esa nueva demagogia anticapitalista que a quien más daño infringe es a aquellos que supuestamente defiende. Entiende que el mundo entró hace años en una fase global en la que los parámetros de defensa de los derechos de la ciudadanía son distintos a los de tiempos pasados, y se preocupa más por cuestiones relacionadas con el medio ambiente y la sostenibilidad del planeta, los colectivos minoritarios y la importación de usos y costumbres sociales superados, pero que llegan en los productos que adquirimos a economías y países en los que jamás se practicaron políticas socialdemócratas o de mero respeto social.

La Cataluña tranquila es de natural constitucionalista, con matices. Es abiertamente española o más partidaria de la coexistencia con el resto de pueblos españoles desde el reconocimiento solidario a la diversidad cultural. Una parte pequeña de los miembros de este colectivo fue desleal en el pasado con el Estado común, y hoy transitan entre arrepentidos y cabizbajos por cómo fueron arrollados desde el populismo radical. Quieren ponerse a trabajar para evitar la pérdida de energía que el independentismo quimérico ha supuesto y el coste de oportunidad que su liderazgo institucional facturará en el futuro.

La Cataluña sosegada se mueve desde el liberalismo neocon a la socialdemocracia más razonable. En lo político tiene representación en el PP, C’s, PSC y en grupúsculos racionales de Podemos y hasta de ERC. Hay representación dentro de esa parte de la comunidad que fueron convergentes, pero también de aquellos que votaron a Vox no por adhesión a las ideas de ultraderecha, sino como castigo a las fuerzas partidarias que orillaban problemas de la sociedad como la gestión de la inmigración masiva y la seguridad colectiva.

Esos son los nuevos vectores de una comunidad alterada en los últimos años. La obligación de sus líderes es hoy reconocer esa fisonomía y trabajar por superarla en el nuevo curso. Otra cosa distinta será que lo hagan en cada uno de sus ámbitos de actuación o colaboren en atomizarla todavía más.