Hacia finales de este año, cuando se cumplan tres años desde las elecciones de diciembre de 2017, los catalanes seremos llamados a votar de forma muy probable. Está por saber si el calendario nos acercará más a los últimos días del año en curso o a las primeras semanas del próximo, pero todo lleva a indicar que la cita con las urnas está cercana.
A diferencia de otras convocatorias electorales recientes, en esta ocasión los bloques en los que se ha fraccionado Cataluña llegan disueltos. El independentismo ha perdido la inercia del procés que sumó en un par de candidaturas (Junts pel Sí y la CUP) a un heterogéneo abanico de catalanes de izquierdas y de derechas, cuando los líderes de esa causa convencieron de que lo importante era la identidad, el referéndum, la república y la unidad del nacionalismo por encima de otra consideración.
Hoy, el nacionalismo anda a mamporros. Sí, tal cual lo leen. En ERC se han hartado de ser los tontos útiles de los nuevos convergentes y han abierto las hostilidades contra sus antiguos compañeros de viaje. En lo que queda del Govern de la Generalitat se produce una convivencia circunstancial que tiene frenada cualquier iniciativa política y todos esperan el veredicto de unas nuevas elecciones para conocer la potencia de cada uno. Hasta la CUP y sus cachorros violentos de Arran se han lanzado contra Junts per Catalunya, y en concreto contra la diputada Laura Borràs, para marcar distancias con sus papás políticos y recuperar el espacio de rebeldía nacionalista que habían perdido por la práctica coincidencia de las actuaciones de unos con otros.
El independentismo, por tanto, llegará a la cita con líneas de actuación diferenciadas. Se acabó el silencio cómplice de unos con otros y la votación del suplicatorio de Borràs dará el pistoletazo de salida a la precampaña electoral.
No puede alegrarse el bloque constitucional de esa ruptura o crisis familiar entre sus antagonistas. Es muy posible que tampoco en esta ocasión la aritmética permita la formación de un gobierno de mayoría constitucionalista. Por lo visto hasta la fecha en las encuestas, en el lado opuesto al nacionalismo también abundan las sorpresas y la unidad es algo que quedó olvidado en la histórica manifestación de octubre de 2017. Vox ha llegado para quedarse y tiene serias posibilidades de introducir representantes en el Parlamento catalán, pellizcando de esa manera una parte no menor del voto leal con España.
Ciudadanos, que ganó la última convocatoria electoral autonómica, intentará evitar un desplome que se intuye catastrófico para sus intereses. Inés Arrimadas regresará por su antiguo feudo para salvar los muebles, pero todo indica que a lo máximo que aspira esta formación política es a mantener una mínima representación en número de diputados y esperar tiempos mejores. Alejandro Fernández, el líder del PP catalán, es junto con Miquel Iceta, del PSC, quien mejores expectativas presentan de crecimiento. El dirigente conservador ha sido la verdadera oposición al Ejecutivo de Quim Torra, con una actitud dura, pero coherente y sin astracanadas made in Cayetana o salidas de tono propias de Pablo Casado y su entorno. Recogió el partido en el momento más duro de su existencia y la labor de reconstrucción sólo tiene el obstáculo de diferenciarse de la ultraderecha de Vox, con quienes los populares convivían tiempo atrás en la misma organización mientras hoy se disputan el espacio político.
También los socialistas pueden mejorar su posición política relativa. De su resultado final dependerá la formación de gobierno. Lo que genera dudas es si ERC o el PSC serán las fuerzas finalmente más votadas y, por tanto, las encargadas de escoger en primer lugar los compañeros de baile para los siguientes cuatro años.
El efecto gobernación en España es imprevisible para sus intereses, aunque entre los cuadros del PSC se alberga un cierto optimismo prudente. A su resultado afectará en buena medida lo que suceda con esa nueva formación política nacida del espíritu de los bienintencionados pensadores del monasterio de Poblet y que debe sustituir a la antigua Convergència, hoy aún denominada PDECat. Con las siglas de Partido Nacionalista Catalán puede competir una nueva formación política de carácter nacionalista moderado, sin veleidades secesionistas, pero que está empeñada en la reconstrucción catalana por la vía de evolucionar la política pragmática de sus antecesores (el renombrado peix al cove) sin deslealtad con España. Una especie de remedo entre la antigua Unió Democràtica y la parte menos soberanista de la extinta Convergència.
La irrupción de este nuevo partido en un parlamento que siempre ha sido el más atomizado de España puede afectar de manera doble. A Junts per Catalunya, o el nombre con el que se presenten los seguidores de Carles Puigdemont y Quim Torra, les restará la adhesión de quienes han comenzado a desencantarse con la estrategia del procés y han comprobado que, además de un engaño político malicioso, es un mal negocio. Al PSC también le afectará y sus expectativas electorales de situarse en el centro político catalán van a competir con esta nueva formación, el PNC.
No parece que los comunes de Ada Colau y la facción catalana del partido de Pablo Iglesias puedan beneficiarse de manera especial de formar parte del gobierno español. En la autonomía catalana sus decisiones caen como jarros de agua fría en la dimensión material de la identidad (la pela és la pela) y las meteduras de pata con la retirada de Nissan o la perenne frivolidad de la alcaldesa de Barcelona en la gestión de la ciudad no son activos electorales que sumen. Por si fuera poco, el radicalismo de la extrema izquierda española se encuentra también fragmentado en Cataluña: unos son independentistas moderados (los comunes) y otros fanáticos de la causa (la CUP).
Parece, en consecuencia, una obviedad que el gobierno que salga de la próxima convocatoria electoral no será una unidad en lo ideológico. La cartografía del resultado parece más propicia para ensayar una gobernación de circunstancias, de reconstrucción. Se intuye en el horizonte un pacto de cuatro años para rehabilitar los puentes rotos; avanzar con alguna tirita a cauterizar las heridas de la fragmentación social; poner paños calientes al deterioro económico nacido de la paralización de las inversiones, la salida de empresas y los daños a la imagen de Barcelona y de Cataluña; y, claro, para pilotar la era pos-Covid-19, de tan incierta evolución como la propia demoscopia electoral.
Será más fácil, por tanto, determinar quiénes no pueden participar en ese cometido que apostar por los que estarán. El radicalismo último de Junts per Catalunya, que tendrá otro estado de inflamación cuando se dé luz verde al suplicatorio de Borràs y se confirme la inhabilitación del presidente Torra, convierte a esa formación política en inútil para participar en cualquier futuro coral hasta que desinflen sus postulados. Por supuesto, llorarán en la misma esquina que la CUP, donde muchos de sus hijos y descendientes políticos se divierten con la rebeldía juvenil irracional. Y, algo similar, puede suceder a los seguidores de Iglesias y de Colau, que ya no llegan a tiempo de corregir tantas salidas de tono de los últimos tiempos para colarse en un proyecto de corte posibilista.
La Cataluña que se dibuja en el horizonte es aún muy difusa a estas alturas de partido, pero sí que acumula trazos y colores de lo que no quiere ser tras las experiencias recientes vividas. La evaporación de los esquemas de análisis de bloques y partidos y el nacimiento de voluntades dispuestas a sumar y evitar episodios próximos se adueñarán de los programas electorales más que las consignas de identidad, las banderas o las proclamas incendiarias. Esa será la clave del nuevo tiempo. O, al menos, sería deseable que lo fuera.