La aseveración es atrevida, sí, pero los acontecimientos llevan a sostenerla. Cataluña está perdida, no sabe cómo encarar el futuro. Y se podrá decir que no es el único territorio, con unas características propias, que se encuentra en una situación similar. Lo que ocurre, sin embargo, es que en Cataluña han coincidido distintos factores en las últimas dos décadas que llevan a pensar que sus dirigentes, políticos y económicos, han estado en fuera de juego. No todos, claro.

Distintos estudios académicos, a partir de la legislación aprobada y de la dinámica política de cada momento, mostraron que el pujolismo había entrado en una decadencia importante en el último mandato del presidente Pujol. Pero también un poco antes, justo con la pérdida de la mayoría absoluta, en 1995. La culminación del acuerdo entre CiU y el PP en 1996, que comportó significativos avances materiales y de autogobierno --ampliación del Puerto y el Aeropuerto de Barcelona-- resultó ser un punto de inflexión.

El olfato de Pujol, sus consejeros con más amplitud de miras --cierto que también dedicados al llamado sector negocios--, con conocimientos sobre cómo funciona la política española y europea, llevaron a un enorme crecimiento de Cataluña, con la colaboración desde el mundo local de los socialistas. Política industrial, preocupación por las inversiones, pensar --aunque fuera mínimamente-- a medio plazo, todo eso se iba apagando ya a finales de los 90.

Y, tras los mandatos de los dos tripartitos de izquierda, que sí buscaron recuperar el terreno perdido, con planes estratégicos ambiciosos, y de carácter transversal, con la participación de expertos y agentes sociales y económicos, el colapso llegó de forma irremediable. Los planes de Artur Mas, con CiU en estado ya calamitoso, y el oportunismo de ERC, dejó a la Generalitat en manos de una generación de políticos sin ninguna brújula, sin saber qué pasa en el mundo, y con la idea de que España era un lastre que había que abandonar de forma precipitada.

Con esos mimbres, con esos escasos planes de futuro, ha llegado el cierre de Nissan. Ya no se trata de discutir sobre la imposibilidad real de convencer o no a sus directivos. Tal vez cualquier esfuerzo hubiera sido del todo inútil. Pero muestra que los dirigentes políticos nacionalistas en Cataluña se han equivocado. Lo hacen desde una premisa que resulta fundamental y que no es nueva.

Cuando se negocia un nuevo Estatut y se dice que no será, en ningún caso, suficiente porque se ve sólo como una estación hasta el destino final, la independencia, el mensaje que se ofrece es de una gran desconfianza. Cuando se pide al Estado ayuda, pero al mismo tiempo se le acusa de todos los males, y de que no se renuncia ni se hará nunca al proyecto independentista, se crea una relación de enorme sospecha, que invita a la no colaboración.

Lo que esta crisis muestra ahora, la sanitaria y la económica por el Covid-19, es que los Estados son los únicos que pueden resolver las necesidades acuciantes de sus ciudadanos. Son los que inyectan dinero en sus empresas estratégicas, los que pueden endeudarse, los que negocian con otros Estados fondos de reconstrucción en Europa. Y eso el político nacionalista catalán sigue sin verlo. No lo quiere admitir, más bien. Y se trata de un hecho histórico, como bien han analizado desde Vicens Vives a Ruiz-Domènec.

El proceso soberanista, al margen de que ha sido una cortina de humo que ha impedido a sus protagonistas concentrarse en lo esencial --acompañar a las empresas, ver qué sectores protagonizarán los nuevos tiempos, preocuparse por los trabajadores que se pueden quedar atrás de forma definitiva--, ha actuado como un pasillo para los agitadores y activistas, que apenas saben nada sobre cualquier ámbito socio-económico. El filtro ha sido inexistente, y se ha colado un personal que ha rebajado toda la capacidad operativa que había logrado la administración autonómica.

Hoy la Generalitat es una administración rota, muy distanciada de la realidad de un país que, por lo menos, aún tiene una sociedad activa y luchadora. Nissan, a pesar de la desgracia --y habrá que moverse rápido para que sus trabajadores puedan tener un futuro, que será distinto al que han vivido-- puede tener un efecto positivo: abrir los ojos, ir de la mano del Gobierno central, abandonar proyectos frustrantes, buscar complicidades y actuar con inteligencia para adaptarse de la mejor manera posible a un mundo post-industrial, líquido, difícil, pero puede que mejor, en función de las habilidades que se puedan desarrollar.