Desde el entorno del mayor de la policía autonómica catalana, José Luis Trapero, se explica, solo a quienes estén interesados en escuchar, que la orden de detención de Josep Maria Bartomeu la dictó de manera verbal el que entonces era número dos de los Mossos d’Esquadra, Ferran López. El comisario sustituyó a Trapero cuando el mayor del cuerpo fue destituido en 2017 durante la aplicación del artículo 155 y la intervención de la Generalitat. En Crónica Global nos desgañitamos por advertir de que en Cataluña también funcionaba una pseudopolicía patriótica, de esa que pone la ideología por delante del deber y la función pública.
Ese minúsculo reducto de policías independentistas haría bueno al golfo del comisario José Manuel Villarejo, en prisión por sus manejos alrededor de las grandes empresas y los casos de corrupción de la España del PP. Hacían lo mismo, pero como ocurre últimamente en Cataluña, con desempeño aldeano. Al expresidente del Barça, ya dimitido, ya en la recta final de las elecciones que darían a Joan Laporta la presidencia, lo detuvieron, lo esposaron y lo humillaron en la comisaría barcelonesa de Les Corts durante 20 horas. A Barto, que lo soportó con dignidad y estoicismo, esas horas se le hicieron días. Hasta Alejandra Gil, la juez del caso, tuvo que reprender a los agentes de la policía autonómica cuando lo condujeron frente a ella. “Quítenle inmediatamente las esposas”, dijo la magistrada. “Es el protocolo”, justificaban los agentes que cumplían órdenes salidas de los despachos de la comandancia del Vallès. En una confesión inaudita, Gil lanzó un comunicado en el que aseguraba que jamás ordenó la detención del expresidente y sus colaboradores. Ella era responsable en el marco de la instrucción del caso de una orden de entrada y registro sin más.
Con el puñetero Barçagate a la policía patriótica catalana se le fue la mano. Si Barto hablara claro alguna vez, que tampoco es seguro, explicaría las decenas de veces que consejeros, secretarios generales y directores generales de la Generalitat que mandaba primero Artur Mas, luego Carles Puigdemont y más tarde Quim Torra le pedían contribución del Barça a la causa. No solo algún gesto, sino pasta. ¿Qué es eso de que las cosas de la seguridad del club no las lleven empresas de Israel (algunas muy parecidas a las que jugaron con la informática del procés) y que la entidad pagara una parte en nombre de los catalanes…?
A Bartomeu se le podrá recriminar que inflara la masa salarial del club, que fuera un hombre incapaz de responder negativamente a una petición, encuadrarlo en la cobardía intrínseca de la burguesía catalana o acusarle de matar al torero Manolete, pero lo que nadie podrá reprocharle es que como sociovergente de toda la vida se mantuviera estaférmico ante los chantajes independentistas. Y eso le costó el calabozo y unas horas de injustificada vergüenza.
El pasado jueves, cinco meses después de ser detenido, Bartomeu recuperó su móvil y un pen drive de su ordenador. Han sido la juez y el fiscal quienes han apretado a la policía judicial, los Mossos, para que se dejaran de milongas y se pusieran a trabajar. Copiar un móvil, un ordenador o un disco portátil cuesta apenas unas pocas horas. Lo demás forma parte de la humillación a la que los Mossos quisieron someter al expresidente culé por mor de váyase a saber qué orden superior.
En ese contexto, cualquier observador resuelve la incógnita de esta ecuación: Ferran López dio la instrucción verbal para detener al empresario y, poco después, cuando Laporta gana las elecciones, el comisario deja su cargo como número dos de los Mossos y pasa a ser jefe de seguridad del Barça. De cobrar unos 90.000 euros al año a percibir unos 300.000. Esa fue la trayectoria reciente del policía madrileño que vivió en Santa Coloma de Gramenet y acabó su carrera como Rambo azulgrana.
A Bartomeu le podrán acusar de chapucero con el Barçagate, la contratación extraña de una empresa para monitorizar redes sociales, pero no de meterse un euro en el bolsillo. Su trayectoria al frente de la institución deja un palmarés deportivo envidiable y multitud de proyectos nuevos que la pandemia frenó. Defenderlo es ponerse enfrente de Laporta. Pero los asuntos que envuelven la presidencia actual, desde la conexión israelí y otros muchos de comisiones y negocios que tienden a colores turbios pueden empañar mucho más la reputación de la institución en breve. Quizá el poder del Barça era uno antes de la crisis, cuando la Superliga era una posibilidad más o menos real y la actividad prepandémica permitía generar ingresos con los que atender los compromisos salariales adquiridos, pero ahora Laporta tiene peligros financieros que le acechan por todos lados. La espantada del hoy consejero catalán de Economía, Jaume Giró, al conocer algunos manejos fue una broma respecto a lo que nos viene.
El Barçagate y el deambular de Bartomeu por los juzgados no pueden actuar como una cortina de humo sobre la actuación de quienes han ganado las elecciones. Laporta debe saber que ni él, ni su cuñado Alejandro Echevarría, ni su alter ego Rafael Yuste (los verdaderos gobernantes del club) pueden frenar que el periodismo de verdad indague y ofrezca explicaciones a aquellas cuestiones oscuras que sobrevuelan sobre el Barça quebrado que viene. La conexión actual con Waterloo o con Tel Aviv, lo de los agentes de policía autonómicos usados para propiciar un determinado contexto electoral, los avales y avalistas que se fraguaron in extremis y con desconocidas contrapartidas u otros subterfugios no dejan de ser una nimiedad respecto al negocio trasero que se orquesta y en el que los representantes de deportistas o los propios Jordi Alba, Sergio Busquets y Gerard Piqué, además del mesías Lionel Messi, tienen participaciones no declaradas en el Registro Mercantil, pero detectables en el corto plazo y contrarias al interés colectivo.
Quizá ha llegado el momento de avisarles para que dejen de tomar el pelo a los socios y aficionados y confundirlos con detenciones policiales patrióticas. Quizá estemos en el instante en el que la sociedad civil barcelonesa debiera tomar cartas en el asunto e impedir que en el entorno culé se fragüe una pequeña Sicilia.