Es un ejercicio audaz, pero por una vez, pongámonos en los zapatos de las formaciones independentistas. Esto es, generemos empatía ante su lógica, a ver si sacamos alguna conclusión. Junts per Catalunya (JxCat) y ERC creen que la suspensión provisional del decreto que aplaza las elecciones del 14 de febrero al 30 de mayo supone un nuevo "155 encubierto", un nuevo alarde de opresión por parte del Estado, confabulado con el PSC, partido que rechaza ese retraso. Bajo esa lógica de la conspiración ¿cabría preguntarse si el Govern redactó deliberadamente un decreto-chapuza con la finalidad de que fuera impugnado para alimentar así el argumento de la intervención judicial? La respuesta es sí. Porque, ante la falta de motivación sobre las causas sanitarias del aplazamiento, no queda más remedio que apuntar a segundas lecturas e intereses inconfesos.

Las elecciones catalanas se vienen postergando desde enero de 2020, cuando Quim Torra proclamó que la legislatura catalana estaba agotada y que los socios de gobierno habían perdido la confianza mutua. Demostraciones de ambas cosas hemos tenido en numerosas ocasiones, pues la nefasta gestión de la pandemia y las broncas entre Junts per Catalunya y ERC han demostrado hasta qué punto el Govern estaba más interesado en la lucha por el voto independentista que en solucionar los problemas de los catalanes. El último ejemplo ha tenido como escenario el Parlament, donde los socios se enzarzaron en un cruce de reproches sobre el mazazo judicial.

Como dijo ayer la candidata de En Comú Podem, Jèssica Albiach, durante un año de pandemia hubo tantos momentos de inflexión para celebrar elecciones, como ocasiones para que la Generalitat fuera más proactiva en la aplicación de medidas que garantizaran un voto seguro. A saber: voto anticipado, urnas móviles, habilitación de pabellones o mercados como sedes electorales, aprobación de una ley catalana propia parcial y por la vía de urgencia y, más recientemente, la vacunación de los miembros de las mesas electorales.

Cabe pensar, según esas teorías conspiranoides, que Carles Puigdemont quería salirse con la suya, esto eso, postergar los comicios hasta diciembre de 2021, la fecha que tocaba en circunstancias normales, mientras que ERC, de nuevo atemorizada ante el independentismo irredento, cuando no dubitativa, ha desaprovechado el gobierno en funciones que preside para ser más resolutiva.

La conclusión no puede ser otra que la del miedo a la derrota, la resistencia a perder el poder, el rechazo a pasar página de un procés del que se han lucrado políticos y activistas mediáticos --los que ahora inician el viraje hacia posturas menos rupturistas--, pero que han sumido a Cataluña en una miseria social y económica.

Sea cual sea la fecha de las elecciones catalanas, nadie gana --si de eso va la pugna política--, pero pierde la sociedad catalana, ante la incertidumbre de no saber si se puede votar con tranquilidad y si vale la pena hacerlo. Pierde porque, a día de hoy, hay más motivos para la abstención que hace un mes, cuando Pere Aragonès firmó el decreto de disolución del Parlament.

Los bandazos sobre la fecha electoral desmovilizan y disparan el hartazgo. ¿Eso es lo que buscan los partidos independentistas? De nuevo el cálculo electoral, el oportunismo, el beneficio partidista. Y de nuevo, también, la falta de respeto a la oposición, que representa a más de la mitad de los electores catalanes. Ayer, el Govern filtró a su aparato mediático la prórroga de las restricciones ante la pandemia a espaldas de los grupos parlamentarios. Como hace una semana, cuando los diputados se enteraron por la televisión catalana de que la Generalitat plantearía aplazar las elecciones hasta mayo.

Esa es la transparencia de la que hace gala el Ejecutivo en funciones. Ese es el modus operandi que pretende mantener durante los próximos tres meses ante un Parlament disuelto cuya capacidad de control de la acción de gobierno está limitada.

República bananera, lo llaman algunos.