No me cabe ninguna duda de que los siete jueces del Tribunal Supremo eran muy conscientes al terminar el juicio de la extraordinaria importancia de acordar un veredicto por unanimidad, sin fisuras interpretativas y votos particulares que dieran argumentos al separatismo. También de la necesidad de una condena que pudiera ser leída como ponderada y proporcional, que no agravara la situación sociopolítica en Cataluña. Y que fuera de España también fuera vista como moderada. Eso explica la apuesta por la sedición, un delito mucho menos controvertible que la rebelión desde el punto de vista de los hechos probados y que orilla la problemática cuestión de la violencia. Probablemente un sector mayoritario del tribunal, empezando por su presidente, Manuel Marchena, veía perfectamente atendibles los argumentos de la Fiscalía, pero ha preferido blindar una condena por sedición en base a las razones expuestas. Es cierto que las penas siguen siendo elevadas, aún cuando la malversación no ha sumado aparte en años de cárcel sino en concurso medial con la sedición. Finalmente, el tribunal tampoco ha puesto un veto a que los condenados puedan beneficiarse lo más pronto posible del tercer grado penitenciario. Ahí de nuevo ha habido un último esfuerzo del tribunal por ser benevolente.

Y sin embargo muchos en Cataluña, empezando por los políticos soberanistas y sus portavoces mediáticos, se niegan a reconocer esa apuesta de los jueces por acordar la mejor sentencia posible para los acusados atendiendo, claro está, a la gravedad de los hechos. Su reacción, el lenguaje y el tono que han empleado desde el lunes por la mañana, ha sido la misma que si la condena hubiera sido por rebelión. Con sus encendidas declaraciones e insistentes llamadas a la confrontación legitiman, lo pretendan o no, los graves disturbios de la pasada noche y las acciones violentas de grupos minoritarios.

Seguramente les daba igual el tipo penal. O tal vez hubieran preferido unas penas mayores para aumentar así la protesta y reforzar el secuestro emocional de sus votantes. Lo más llamativo es que el cadáver del procés ha logrado un nuevo hito de la estupidez con unos políticos independentistas que otra vez tiran la piedra y esconden la mano. El lunes vimos cómo unos miles de manifestantes intentaron tomar el aeropuerto de Barcelona porque así se lo habían pedido tanto desde el llamado Tsunami Democràtic, detrás del cual se esconde el Govern, como desde los partidos independentistas, aunque ninguno de esos políticos que hicieron tuits llamando a ir a la T1, como el portavoz republicano Sergi Sabrià, estuvieron allí junto a los manifestantes. Lo que sí vimos fue a la policía autonómica cargar duramente contra esos concentrados, a los que horas después se le invitó por Telegram a irse a casa a dormir porque la acción ya había sido un “éxito”, como si hubieran superado la prueba de una yincana. Y finalmente leímos el tuit de Quim Torra dándoles las gracias por hacer oír su voz, pero sin decirles nada sobre los porrazos que habían recibido de los Mossos.

El engaño es aún más cruel que el que hubo en octubre del 2017. Si entonces fue una tragedia, ahora es una farsa descarada. La de unos políticos que excitan la desobediencia ciudadana, con el señuelo de que el mundo volverá a mirar lo que pasa en Cataluña, cuando la realidad es que nadie importante fuera de España les hace caso. Tampoco los cónsules, que ayer no se quisieron reunir con el consejero de Exteriores, Alfred Bosch. Unos dirigentes que no quieren asumir ningún liderazgo en la protesta, ni tampoco correr el riesgo de perder sus fabulosos sueldos con desobediencias institucionales. Y unos ciudadanos que, pese a sentirse contrariados y engañados, les siguen perdonando todo a esos políticos cobardes y mentirosos porque en el fondo desean seguir secuestrados emocionalmente. Estamos en un bucle infinito. Los poderosos altavoces del separatismo esconden cada día esa realidad, alimentando un estado de excitación con protestas sin estrategia y absurdas yincanas que no conducen a ningún sitio, mientras los dirigentes de ERC y JxCat vuelven a tirar la piedra y esconder la mano.