Brujas en 'El aquelarre', de Goya / ARCHIVO

Brujas en 'El aquelarre', de Goya / ARCHIVO

Pensamiento

Las brujas y su sexualidad

El fenómeno de la brujería tuvo una repercusión importante en las sociedades europeas desde la Edad Media hasta la Ilustración

20 octubre, 2019 00:00

La brujería, lejos de ser un fenómeno marginal, tuvo importantes repercusiones en las sociedades europeas hasta que la Ilustración comenzó a disipar las tinieblas de la ignorancia en el siglo XVIII. La creencia en que las brujas eran acólitas del demonio, capaces de cometer infanticidios y otros horrendos crímenes desencadenó despiadadas matanzas con un fuerte componente misógino. España se salvó de los furores de la histeria popular que se apoderó de Europa en los siglos XVI y XVII y llevó a la hoguera a miles de mujeres. La Inquisición española se mostró más bien indulgente con las brujas, pues raramente aplicó la pena de muerte --al considerarlas más víctimas que criminales--, un trato muy diferente del que recibieron judeoconversos y protestantes. Como escribió Ricardo García Cárcel, “la caza de brujas en España fue una caza menor”.

Desde la Edad Media existía una fuerte polémica sobre la verosimilitud, realidad o ensueño de lo que las brujas contaban y realizaban en sus juntas, conciliábulos y aquelarres: ungüentos y vuelos al lugar de reunión, transformismo animal, adoración del diablo bajo forma de macho cabrío, beso en el culo, banquetes nefandos, canibalismo, infanticidio, misas negras y orgías sexuales como la descrita en la Sierra de Lima por el jesuita Luis Teruel en 1617: “El Demonio les mandaba se mezclasen carnalmente en su presencia y lo hacían ora cayesen hombres con hombres, ora mujeres con mujeres, padre con hija o hermano con hermana; por fin de todo, el Demonio alzaba la cola y todos le besaban”. Todos estos ingredientes de las juntas de brujas formaban parte de un proceso cultural explosivo. Los sermones, tratados y otros discursos eruditos sobre la brujería amplificaban las supersticiones populares y al penetrar en las masas generaban pavores y psicosis colectivas de extraordinaria magnitud. En cierto modo, podría decirse que el problema de la brujería surgió con las persecuciones, cuando se empezó a hablar y escribir magnificando el fenómeno.

En 1545, el humanista Andrés Laguna, médico al servicio del papa Julio III en la ciudad de Metz, realizó un experimento para demostrar que los fenómenos sobrenaturales que las brujas decían vivir no eran sino sueños o fantasías provocadas por los ungüentos, filtros, pócimas y brebajes que usaban en sus rituales. Untó con un compuesto psicoactivo “de pies a cabeza a la mujer del verdugo, que de celos de su marido había perdido totalmente el sueño y se había vuelto frenética, la cual luego que fue untada cayó en un intenso sueño que duró treinta y cinco horas”. Costó mucho despertarla y las primeras palabras que pronunció fueron: “en mal punto me despertasteis, que estaba rodeada de todos los placeres y deleites del mundo, y vueltos hacia su marido los ojos dijo sonriéndose: “Tacaño, te hago saber que te he puesto los cuernos y con un galán más mozo y más estirado que tú”. La conclusión del insigne médico toledano fue que “todo aquello que dicen hacer o realizar las brujas se debe a las unturas y bálsamos que se aplican, que les provocan todo tipo de sueños y fantasías en sus mentes, creyendo firmemente que suceden en la realidad”.

Aunque el célebre auto de fe de Logroño de 1610 contra las brujas de Zugarramurdi supuso una ruptura en la tradición inquisitorial de no quemar brujos, los informes del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, el abogado de las brujas, tras su densa y prolífica visita a los lugares afectados, recuperaron el enfoque racionalista y crítico reflejado en las Instrucciones que dictó el Consejo de la Suprema Inquisición en 1614. La tolerancia inquisitorial y la benignidad de las sentencias indujeron a muchos reos a manifestar su preferencia a ser juzgados por el Santo Oficio antes que por los tribunales civiles, mucho más severos.

Desde el punto de vista antropológico, las juntas de brujas expresaban un rechazo primitivo y obsceno a los principios rectores de la sexualidad normalizada. En las descripciones de los rituales se hallan expresiones de bestialismo asociado a colectivos en exclusión, así como prácticas escatológicas y sadomasoquistas. Las relaciones sexuales atribuidas a brujas y brujos en el desarrollo de los aquelarres resultan en ocasiones muy descriptivas y explícitas, aunque el pormenor de la información quizá nos dice más sobre las obsesiones de los jueces, fiscales e inquisidores y sus elaboraciones intelectuales que sobre los propios protagonistas encausados. Las relaciones sexuales mantenidas con el demonio en el aquelarre rara vez resultaban agradables y comparables a las usadas entre hombres y mujeres. Generalmente no eran placenteras sino dolorosas, contra natura y con efusión de sangre. En el mencionado proceso de Zugarramurdi contra la brujería, Miguel y Juan de Goyburu, Martín de Vizcar y María de Dindarte declararon que “cuando el demonio les conoció la primera vez somáticamente, les salió sangre, y cuando fueron a casa y a otro día, lo echaron de ver en la camisa”.

El incesto y el canibalismo eran prácticas habituales entre los participantes en los aquelarres. Los ritos demoníacos mezclaban el género (hombres con hombres, mujeres con mujeres) y el parentesco (hijos con madres, hermanos con hermanas). Las imágenes del demonio subrayaban su mal olor, la frialdad de su carne y un miembro, excepcionalmente grande y duro en ocasiones, o bien pequeño, flácido y poco propicio para el goce. Las disquisiciones eruditas de teólogos y doctores de la Iglesia sobre el semen del diablo y su capacidad de procrear fueron muy habituales en la época moderna. En los procesos contra las brujas vasco navarras en 1610 y después en los de Cartagena de Indias y de Tolú (1633), las brujas solían destacar la falta de esperma del diablo o su carácter excesivamente cálido o frío, en cualquier caso incompatible con la procreación.

A la tradicional asociación de la brujería con el desenfreno sexual femenino aludía Leandro Fernández de Moratín en la Relación del Auto de fe celebrado en Logroño con estas palabras: "El cabrón ha sido un personaje muy respetable en la antigüedad y muy estimado por las mujeres por sus bellas prendas". Es plausible pensar que su amigo, Francisco de Goya y Lucientes, se inspirara en el texto de Moratín cuando pintó El Aquelarre en clave satírica y humorística. Con todo, Moratín tuvo que autocensurar en su edición un fragmento que paradójicamente se pudo estampar en 1611: “La llevaban a la parte donde estaba el Demonio, que luego con su mano izquierda (a la vista de todos) la tendía en el suelo boca abajo, o la arrimaba contra un árbol, y allí la conocía somáticamente, estándole haciendo el son el dicho su marido Joanes de Sansín […]. Y luego que acababan los actos deshonestos, haciéndole el son, yendo ella muy ufana y contenta, la volvían a llevar al puesto donde la habían sacado; y en la dicha forma la dicha Reina iba señalando todas las que habían de ir a se juntar con el Demonio […]. Y la dicha María Yriart, hija de la Reina, declara que cuando su madre la mandó que fuese la primera vez para el dicho efecto, el Demonio la trató carnalmente por ambas partes, y la desfloró y padeció mucho dolor […], y volvió a su casa muy ensangrentada, de que ella se quejó a su madre, y ella le respondió que no importaba nada, que también habían hecho con ella otro tanto”.

No deja de sorprender que los usos amatorios descritos en los procesos de brujería, incoados por hombres, sean hoy enarbolados como estandartes de libertad sexual por algunas corrientes feministas que han convertido a las brujas en iconos opuestos al ideal patriarcal de feminidad.