Los rumores sobre uniones en el sistema financiero corren como la pólvora desde hace ya algún tiempo. No parece sino que el sector financiero haya entrado en ebullición al calor del Covid-19. Según los entendidos, esta pandemia viene a ser la espoleta de la bomba informativa que amenaza con levantar una oleada de próximas integraciones.

Los desafíos que afronta el conglomerado del dinero son enormes. Se da por seguro que más tarde o más temprano habrá de acometer un proceso de recomposición para agruparse en consorcios de mayor tamaño que los actuales.

Tanto la patronal bancaria española AEB, que aglutina a los opulentos señores de la pasta, como el Banco Central Europeo, que representa a los bancos nacionales, coinciden en apremiar a las entidades de crédito para que se amalgamen y alcancen así un doble objetivo. Por una parte, el fortalecimiento de sus balances. Por otra, la ganancia de tamaño, que cada vez se presenta más necesaria para afrontar la dura competencia prevalente.

El mensaje que transmiten los banqueros y los supervisores no puede ser más meridiano. Antes del azote del coronavirus, la necesidad de aliarse en entidades más grandes ya era angustiosa. Ahora, aseveran, no queda otra salida, debido a los devastadores daños que el virus ha desatado sobre todos los sectores económicos.

¿Guardará esta nueva crisis financiera alguna similitud con la anterior, es decir, la que estalló a partir de 2008? Es de recordar que aquella supuso el final de las centenarias cajas de ahorros. Su desaparición derivó directamente de diversos factores. Uno reside en la politización de sus cúpulas corporativas, que atrajo como la miel a las moscas a cuadrillas enteras de sujetos corruptos y cleptómanos.

Otro factor consiste en los agujeros descomunales ocasionados por el estallido de la burbuja inmobiliaria. La virulencia del desastre del ladrillo provocó una formidable cadena de quiebras que se llevaron por delante a las históricas entidades, fundadas en épocas pretéritas para prestar servicio a las capas más humildes de la sociedad.

Como secuela de todo ello, los bancos encadenaron en la pasada década una serie de sucesivas absorciones de entidades de ahorro. El balance siniestro de tal adelgazamiento arroja la supresión de casi 25.000 oficinas, más la mitad de la red comercial entonces existente, amén de la prejubilación o cese de 120.000 profesionales.

No deja de ser llamativo que pese a una criba tan espectacular, todavía siga sobrando capacidad instalada. Por consiguiente, los cierres y los despidos continuarán.

La banca encara ahora una nueva fase fusionista, en búsqueda de eficiencia y rentabilidad, henchida de grandes posibilidades. Por ejemplo, debido a la pandemia, se ha abierto para el teletrabajo un porvenir ilusionante. Innumerables empresas han descubierto que sus empleados pueden cumplir a la perfección la jornada laboral desde sus domicilios particulares. Con los efectos benéficos que encierra para la conciliación familiar.

A la vez, la tecnología y la digitalización avanzan a pasos agigantados. El uso de tarjetas de crédito estos últimos meses se ha disparado hasta cotas nunca vistas. Las generaciones más jóvenes no pisan nunca las oficinas.

Además, los bancos tradicionales han de bregar con varios acontecimientos extraordinarios. Quizás el de más calado sea el de los tipos de interés negativos imperantes desde hace tiempo. Es una circunstancia antaño insólita que obliga a los gestores del ramo a buscar unas vías supletorias de ingresos.

También es novedosa la pujante banca digital. Se trata de firmas comisionistas surgidas en el mundo de internet. Carecen de oficinas en el sentido habitual y disponen de plantillas de personal en nómina muy ajustadas. Ello les confiere unas claras ventajas frente a los bancos de corte clásico.

Por lo demás, la gestión realizada por los actuales mariscales de campo de los gigantes bancarios hispanos es manifiestamente mejorable. Un dato lo atestigua de forma palmaria. Es el relativo a las cotizaciones de sus títulos en bolsa, que yacen postradas en las cotas mínimas de veinte años.