“Las calles serán siempre nuestras” --han dicho y galleado--, proclamando con esta sinécdoque su intención de dominar totalitariamente el espacio, todo: las conciencias, las instituciones, las multitudes, las urnas, Cataluña entera. Y descubrirán --si quieren enterarse-- que las calles, si no son del Estado, que es a quien corresponde el uso legítimo de la fuerza, son siempre de los más violentos, sean de su propia camada o de camadas salvajes.

Los dirigentes secesionistas que ocupan los despachos de la Generalitat no saben qué hacer ante las calles vandalizadas. Su deber (democrático) es restablecer el orden público, para ello disponen de los aparatos de Estado encargados de esa función: los Mossos d’Esquadra y las competencias del Departamento de Interior. Pero no saben usarlos, y, si supieran, temerían hacerlo.

Padecen el “síndrome de Estocolmo”, se han dejado secuestrar mental y emocionalmente por los impulsores radicales de los delirios (CUP, ANC, Òmnium…) y han desarrollado una fuerte dependencia con sus captores, que les tacharán de traidores, si cumplen como la autoridad pública que son.

Con sus miedos e incompetencia han conseguido soliviantar a las “fuerzas vivas” del país, entre las que se cuentan algunos de los “suyos”. El coste directo (los daños materiales) e indirecto (los daños morales) del desorden callejero, que su desidia irresponsable alienta, ha provocado --ya era hora-- el levantamiento espontáneo de empresarios, sindicatos, asociaciones de comerciantes y entidades civiles exigiendo el restablecimiento del orden público en las calles, que no debería tener que exigirse por ser algo elemental en un Estado de derecho.

Como única respuesta política a los desórdenes, ERC, JxCAT y CUP, mientras negocian formar otro gobierno independentista, luego sectario, hablan de revisar el “modelo policial”, de desproteger aún más a los servidores públicos que se la juegan en la calle por ellos y por todos nosotros.  

Y, al mismo tiempo, la ANC invoca el 52% --ocultando arteramente que los independentistas han menguado en 700.000 votos respecto a las elecciones de 2017-- para insistir en la “confrontación no violenta” --ignorando que la confrontación es violenta “per se”--, en “la desobediencia institucional” y en una (nueva) “proclamación de independencia”, exigiéndoselo a las instituciones de la Generalitat.

 Esa es la realidad del absurdo dominio independentista: estar en las nubes y poner las instituciones al servicio de objetivos ilegítimos.

La consecuencia última --la pérdida del control de la violencia-- ha estallado ahora, pero el problema es de fondo y es consustancial al procés.

Han montado un inmenso tinglado ocupando todas las parcelas del poder autonómico en Cataluña, que es poder de Estado, y han intentado construir “estructuras de Estado”, otras que las que ya poseían como poder autonómico. Han quebrado el principio de autoridad y desprestigiado las instituciones a su cargo. Todo ello por la ilusoria construcción de un Estado, sin saber qué es el Estado.El Estado realmente existente, el Estado español, ha tenido que intervenir para restablecer la legalidad constitucional y la ordinaria que ellos vulneraron, y llaman “represión” a esa obligada intervención, sin saber ellos reprimir a los que vulneran en las calles de manera organizada el orden público: trece noches por Hasél, cientos de noches en la Avenida Meridiana de Barcelona por Junqueras y los otros.  “Declararon” una independencia unilateral con gran efectismo emocional y después se fueron a casa --salvo los que huyeron-- en espera de la reacción del Estado. Creyeron que su “independencia” tendría alguna consecuencia internacional, y sólo figuró en las crónicas de sucesos. Así no se “hace” un Estado. Actúan como unos diletantes. Y eso es lo que sus seguidores deberían descubrir, de una vez.

Un Estado es una organización de poder soberano sobre una base territorial y existe realmente cuando ese poder controla de modo efectivo “la calle”, como metáfora del todo.

No sólo no han comprendido qué es el Estado, ni siquiera comprenden su manifestación como poder autonómico. Cuando antes se les desposea democráticamente del poder autonómico, que no saben usar, mejor para los catalanes, que somos los que sufrimos directamente su ignorancia e incompetencia.