El juicio a la cúpula de los Mossos, con el mayor Josep Lluís Trapero al frente, discurre con celeridad en la Audiencia Nacional. A mediados de marzo podría estar visto para sentencia. Es en parte una repetición de lo que ya escuchamos en el Tribunal Supremo, con los mismos testigos e idénticas declaraciones, pero ahora circunscrito a examinar el papel de la policía autonómica. Es evidente que el delito de rebelión va a decaer en las conclusiones de la Fiscalía, y está por ver hasta qué punto puede influir en la sentencia el anuncio hecho por el Gobierno de que el Código Penal va a ser revisado para que los condenados por sedición queden en buena medida aliviados de sus penas.

No sería extraño que los jueces vayan a tomarse su tiempo hasta ver qué ocurre y evitar tal vez condenar por un delito que en unos meses va a ser reformulado. La repetición de argumentos ya escuchados, así como el perfil finalmente técnico de los acusados, explica la falta de interés mediático por el juicio, a excepción de cuando Trapero fue interrogado los primeros días o cuando llegó el turno de la testifical del coronel Diego Pérez de los Cobos, que cargó duramente contra el mayor. Ayer, en cambio, el exdirector de los Mossos, Albert Batlle, salió al rescate calificándolo de excelente profesional y negando cualquier vínculo entre este y el independentismo.

En cualquier caso, de lo escuchado hasta ahora, salta a la vista que la cúpula de los Mossos no se propuso en serio impedir el referéndum ilegal y que el dispositivo que organizaron --antes y durante la jornada del 1-O- fue perfectamente inútil. Todo fueron excusas para sortear, haciendo ver que cumplían, la instrucción de la magistrada del TSJC Mercedes Armas. No se puede entender de otra forma su pasividad ante la iniciativa de ocupar las escuelas durante el fin de semana de la votación con la excusa de organizar actividades lúdicas con las familias, como si una cosa y la otra no tuvieran nada que ver.

O la insistencia en “preservar la normal convivencia ciudadana”, atribuyendo a ese principio general que figuraba en los fundamentos jurídicos de la instrucción un alcance absoluto para justificar la inoperatividad policial ante la estupefacción de los representantes del Estado en la última reunión de la Junta de Seguridad. Que Trapero no estuviera implicado en el procés, y que incluso se sintiera incómodo ante el proyecto independentista, no lo exculpa del incumplimiento del deber. Y es por ello que se le juzga.

Cuestión diferente sería valorar hasta qué punto el cuerpo de Mossos podía haber frenado por si solo el referéndum. Había un problema de efectivos, sin duda, porque no se trataba de garantizar el desarrollo de una jornada electoral al uso sino de impedir una votación organizada por la propia Generalitat y el potente entramado sociopolítico secesionista que apoyaba al Govern. Todo surrealista.

Sin embargo, Trapero afirmó semanas antes del referéndum que la policía autonómica no necesitaba ayuda de ningún otro cuerpo y rechazó de plano la figura del coordinador del operativo, en la figura de Pérez de los Cobos, que interpretó como un intento de control por parte de la Fiscalía. El problema es que Trapero, más allá de cuál fuese su pensamiento político, era perfectamente consciente de que muchos de sus 17.000 efectivos veían con simpatía el referéndum y que las ideas secesionistas habían penetrado también con fuerza en el cuerpo, empezando por los mandos, en cuya elección siempre se había primado que fueran nacionalistas.

Nunca sabremos qué hubiera pasado si la primera semana de octubre no solo hubiera declarado la independencia sino que el Govern se hubiera propuesto materializarla. Muy probablemente una parte significativa de los mossos se hubiera puesto en posición de firmes ante los rebeldes, mientras otra hubiera permanecido pasiva y expectante hasta ver qué ocurría. En ese proceso de decantación no fue menor lo sucedido en agosto de ese año con los atentados yihadistas en Barcelona y Cambrils. El independentismo alabó hasta el paroxismo la excelencia de los mossos, a los que el Parlament corrió a conceder la medalla de oro pese a que no abortaron la acción terrorista y tuvieron más bien una actuación chapucera en todo ese trágico episodio.

Por su parte, Trapero fue elevado a la categoría de héroe popular, imprimiéndose camisetas y pegatinas con su imagen junto a esa espontánea respuesta suya tras un  rifirrafe sobre el catalán con un periodista holandés (“Bueno, pues molt be, pues adiós”), que los separatistas quisieron convertir en la antesala de lo ocurriría con España tras el referéndum.

La impresión es que Trapero y la cúpula de los Mossos quisieron nadar y guardar la ropa en septiembre y octubre de 2017. Lo prueba la paparrucha esa de que se ofreció él mismo para detener a Puigdemont junto a la existencia de un plan secreto para hacer lo propio con todo el Govrn a finales de octubre. En ese momento, a las puertas de la aplicación del artículo 155, el independentismo había perdido la iniciativa política y la declaración de independencia en el Parlament no era más ya que un consuelo para su parroquia ante una derrota en tota regla.

Ese plan, de cuya existencia no hay pruebas documentales, aparece como una coartada para Trapero porque la eventualidad de una detención de Puigdemont tenía que haberse planteado después del 6 y 7 de septiembre. O todavía con más fuerza cuando, según el testimonio del propio mayor, el entonces president de la Generalitat les dijo, a él y a los otros mandos en una reunión en el Palau de la Generalitat, que si había violencia durante el referéndum declararía la independencia. Es curioso que Trapero no trasladara la gravedad de esas palabras al presidente del TSJC, Jesús María Barrientos.

El mayor de los Mossos no fue seguramente ni un héroe ni un villano sino otro personaje más que intentó sobrevivir al procés, sin cumplir realmente con su deber ante una deslealtad manifiesta por parte de las autoridades de la Generalitat, creyendo que alguna solución negociada habría finalmente y no pasaría nada. Con un poco de suerte es posible que al final salga bastante indemne del proceso judicial en la Audiencia Nacional, de entrada porque no ha tenido que ir a la cárcel, lo que no es poca cosa, pero habrá vivido con el susto en el cuerpo durante más de dos años.