¿Mandas o aprendes? La nueva versión del ¿estudias o trabajas? --como escribió Daniel Innerarity-- pende sobre la Moncloa a las puertas de la investidura. El Gobierno va de la mano de Gabriel Rufián, el enemigo de la Constitución, que la noche de la cabalgata de Reyes se presentará a cenar. Sánchez entra en el túnel del tiempo a cambio de romper la frágil unidad del separatismo catalán: Junqueras firma la investidura, mientras Puigdemont y Torra echan culebras por la boca. El PSOE ha montado un frente amplio con Unidas Podemos y el PNV, gracias a la abstención de Esquerra. También se apuntan Íñigo Errejón, el demediado mundo insular (Nueva Canarias y Coalición Canaria), el cántabro José Maria Mazón, Bildu, además de León y Teruel, que serán en el Congreso la voz de la España no escuchada.
El presidente se la juega; está condenado a ser atento en pleno déficit sistémico de la democracia; aprende incluso de los vecinos burgaleses de La Puebla de Arganzón --curiosos votantes de Bildu, en las municipales de mayo-- donde sitúan al Tigre de Treviño, aquel boxeador creado por la ficción de Almudena Grandes en Los pacientes del doctor García (Tusquets Editores), un thriller trepidante de espionaje internacional y redes de nazis refugiados en la España nacional de los años cuarenta. Sánchez sabe que, en la sociedad del conocimiento, solo sobreviven los que son capaces de aprender. En sus anales, el mismo Aznar aprendió en el pacto de 1996 con los nacionalistas, hasta que, cuatro años después, en 2000, obtuvo la mayoría absoluta; y arrasó, como Atila. Hoy Sánchez y su spin doctor, Iván Redondo, tratan de repetir aquella proeza: ganar por la mínima ahora para golear la próxima vez.
¿Y la derecha actual? Mira para otro lado; refuta el Gobierno Frankenstein, pero se queda pendiente de los tribunales; califica de infamia el dictamen de la Abogacía del Estado y está a la espera de que la Junta Electoral (JEC) levante la inmunidad de Oriol Junqueras, magro festín. Pero no, ni eso; la JEC no es un tribunal jurisdiccional y no tiene potestad para emitir un fallo; no levantará nada. La decisión la tomará el Supremo después de Reyes, probablemente con Sánchez de presidente e Iglesias de vice, sentado a la derecha del padre.
El descenso de Sánchez a los infiernos se ha consumado. Debajo del programa de centroizquierda, los barones reticentes han puesto un cartelito en el que dice lasciate ogni speranza (abandonad toda esperanza), como en la Comedia. Sea como sea, entramos en la órbita de las pensiones indiciadas con el IPC, la derogación de los puntos clave de la reforma laboral de Rajoy (desafiando a los ratings de Standard&Poor’s, Moody’s o Fitch), los tipos mínimos en sociedades o la subida del IRPF a las rentas altas. No es un panorama expansivo y demagógico, pero lo parece. Es más bien una tercera vía, tan tercerista que John Maynard Keynes, el sabio de Bloomsbury, se retuerce en su mausoleo de Cambridge.
PP y Ciudadanos recomponen sus fuerzas frente al castillo recaudatorio social-comunista; los economistas de Casado renuevan sus argumentos y olvidan que la presión fiscal en España es alta, pero los impuestos están por debajo de la media de la UE. Son dos cosas distintas: la carga tributaria está compuesta solo por los impuestos, mientras que la presión fiscal incluye todos los conceptos por los que los ciudadanos pagan al Estado, es decir las cuotas de los autónomos, la cuota laboral que las empresas satisfacen a la Seguridad Social a través de los salarios, las tasas municipales, territoriales o medio ambientales, además de los impuestos directos (renta, beneficios, patrimonio y sucesiones y donaciones) y de los indirectos (IVA). Mientras Casado pierde la memoria, la estela de la ministra Nadia Calviño anuncia el fin del calvario de la llamada clase media, aunque crezca la recaudación. Se pueden compaginar ambas cosas, pese a los incendios de la derecha, que bombardea los hogares con el miedo al gasto público insostenible.
Sánchez, al que Rubalcaba calificó de “nuevo líder social-liberal”, tiene un proyecto más progresivo que Boyer, Solchaga, Solbes o Elena Salgado. Al fin y al cabo, no era tan difícil. Pero queda el extremo de sostener la nueva arquitectura con la ayuda del mundo independentista, una troupe malvada y acostumbrada a la guillotina. Los nuevos ministros no saben todavía que el dolor de muelas infligido por el procés es imposible de soportar. El nacionalismo, ideología pánica por antonomasia, lo contamina todo porque conspira en las tangentes de aquel déficit democrático antes descrito. Lo aprovecha todo: tus distracciones, tus errores, tus temores, lo que sea; y todo lo mete en el mismo caldero. Te espera en la cocina, en la puerta del ascensor, al filo del dormitorio o en la calle para reclamar derechos naturales, desde la zona de confort que le ofrece el Estado de derecho. Juega a dos barajas: la suya y la otra suya, pero siempre pagando tú.
El separatismo no dispone jamás de una narrativa predecible. Debajo de sus intenciones no hay un autor omnisciente; sus líderes construyen el camino paso a paso, sin estrategias ni consejos de nadie; ellos imponen el argumento, como lo hizo Alonso Quijano, en la cueva de Montesinos o bajo la lanza del Caballero de la Blanca Luna, sin importarle la opinión de Cervantes, su creador. En Cataluña y en Waterloo, el triste epígono de Torra y el cabreo de Puigdemont lo dicen todo; son otra prueba de la improvisación del separatismo convertido populismo cruel. Sánchez ha roto su frágil unidad.