Decoración cerámica de un sátiro en la antigua Grecia / ARCHIVO

Decoración cerámica de un sátiro en la antigua Grecia / ARCHIVO

Pensamiento

El sexo de los sátiros

Esta figura mitológica procedente del mundo griego, mitad humana, mitad animal, era motivo de burla por su lascivia sin control

29 diciembre, 2019 00:00

Una de las figuras mitológicas que ha mantenido viva su esencia desde el mundo griego hasta nuestros días es la figura del sátiro, sinónimo en la actualidad de un comportamiento sexual depravado y reflejo fiel de esa imagen ya presente en el mundo griego de un ser caracterizado sobre todo por su lascivia sin control. Junto con el colectivo femenino de las ménades, los sátiros formaban parte de la comitiva de Dioniso, dios de la fertilidad, de la liberación de los sentidos a través del éxtasis y del vino. De hecho, no habrá escena de sátiros que no incluya sexo, vino o música.

Los sátiros quedan identificados a simple vista, en primer lugar, por su anatomía híbrida, mitad humanos, mitad animales y su parte zoomorfa refuerza esa idea de una sexualidad incontrolada propia de los animales porque, además, en las primeras imágenes de sátiros, su apariencia humana se combina con los rasgos del burro, animal con el comparte su carácter itifálico. Vemos pues a los sátiros representados con orejas, cola y pezuñas de asno y con un sexo de tamaño desproporcionado en estado de erección casi permanente. En ocasiones su falo llega a ser tan desproporcionado que deja de ser un órgano sexual para convertirse en una extremidad más, a modo de brazo del que algunas veces cuelga una flauta, del mismo modo que al burro se le representa con un cántaro enganchado a su aparato genital. En ocasiones, las dimensiones de su sexo desafían las leyes de la gravedad e incluso se convierte en un objeto autónomo, de naturaleza fantástica, convertido en un pájaro, en una lanza o un mazo empleado por el sátiro en el combate.

Pero un pene de gran tamaño no era el mundo griego signo de virilidad suma sino motivo de burla asociado a la vejez o a los pigmeos, símbolo en la geografía griega de la alteridad bárbara y representados por ello como monstruos deformes con un falo desproporcionado. La estética y el buen gusto griego prefería un sexo discreto, pequeño, tal y como refleja el repertorio decorativo de la cerámica ática que incluye escenas de efebos, o contemplamos en el propio David de Miguel Ángel, heredero de la tradición clásica, o tal y como recoge Aristófanes en su comedia Las nubes al hablar de la verdadera elegancia del jovencito que frecuenta la palestra: “Siempre tendrás un pecho robusto, una tez clara, hombros anchos, una lengua corta, una nalga grande, un pene pequeño".

Incluso el nombre propio de algunos sátiros evoca de manera muy explícita esta parte de la anatomía. En algunas cerámicas junto a los sátiros aparecen sus nombres: tenemos a un Dophios (el que se masturba), Psolas (“el descapullado”) o a Terpekelos (“el que alegra su aguijón”).

Junto a su nombre parlante y su desmesurado pene, que constituye el centro de atención de las escenas de sátiros en la cerámica griega, las posturas en las que aparecen representados también evocan una actitud procaz que los equipara a los asnos y a los animales por extensión. Su irrefrenable actividad sexual lejos de ser envidiable es ridícula y vergonzosa no solo por su animalización sino porque su estado de lujuria constante suele quedar además satisfecho con modos no sancionados socialmente. Sus relaciones sexuales cubren todo el espectro imaginable: a veces se les ve copulando con un ánfora, no casualmente de vino; con más frecuencia recurren al mundo animal para cubrir sus necesidades no satisfechas y, en este caso, es frecuente que tengan como compañero sexual el más cercano a ellos por su anatomía y su naturaleza lúbrica según los griegos: el asno. Son numerosas las cerámicas griegas que recogen escenas en las que el sátiro copula con el burro de Dioniso de manera frenética o practica sexo con el que lleva a Hefesto de regreso al Olimpo.

Las relaciones sexuales con sus compañeras en el cortejo de Dioniso tampoco responden a los encuentros heterosexuales normalizados. Las ménades suelen aparecer huyendo de los sátiros o defendiéndose incluso a golpes y solo parece posible el acto sexual si la ménade duerme. Entonces, el sátiro levanta la vestimenta y contempla el cuerpo femenino, pero no llega a consumar la relación pues o bien la compañera despierta y escapa o bien continúa yaciendo como un cuerpo inerte incapaz de reaccionar a los estímulos del amante. Las cerámicas griegas también recogen escenas de sátiros que mantienen relaciones homosexuales, de nuevo al margen de la práctica usual que se establecía entre el erastés, hombre adulto, y el erómeno, muchacho adolescente: y así, no hay diferencia de edad entre los amantes sátiros, practican la felación, que en el repertorio decorativo queda reservada a las hetairas, o aparecen en posturas que reflejan esa sexualidad que contraviene los usos civilizados.

Pero la actividad sexual que mejor refleja ese inagotable apetito sexual de los sátiros, resultado más de un impulso físico que de un deseo surgido en una relación amorosa o alimentado por los juegos eróticos es la masturbación. La extraordinaria energía sexual de los sátiros encuentra así, en la satisfacción manual, el modo más socorrido de ser canalizada y aunque no era objeto de reprobación moral o censura, se tendía a considerar como último recurso, un sustituto propio de esclavos. Las imágenes tipifican la práctica con el sátiro de frente, sujetando su descomunal miembro en erección y en cuclillas, una postura que vuelve a degradar al sátiro, pues era la codificación corporal asignada a los esclavos, con el cuerpo plegado, cerca del suelo, a diferencia de la que identificaba a cualquier ciudadano ateniense en pie, apoyado en su bastón y conversando con su efebo.

Este variado repertorio que refleja el inagotable apetito sexual de los sátiros y las distintas formas que encuentran para saciarlo no puede ser tomado como reflejo fiel de la vida sexual de la Atenas del s. V. Se trata, sobre todo, de un contra modelo formado con prácticas que subvierten los usos considerados civilizados, propios del ser humano, y que son posibles en los sátiros por su naturaleza animalizada. De todos modos, esas escenas atraen por su poderosa energía sexual y servían para alimentar el imaginario sexual de los atenienses, poblado de recursos eróticos que funcionan porque mantienen un delicado equilibrio: al mismo tiempo que permiten proyectar la pulsión sexual, impiden reconocerse en ellos, pues incluyen usos chocantes, sorprendentes, que solo pueden cobrar sentido y proporcionar placer en el universo de las fantasías.