Sin puntos de encuentro no hay vida. La muerte de una sociedad empieza con signos inequívocos de ruptura entre el pataleo y el cauce. El independentismo ha dejado de fabricar agendas alternativas creíbles y sus bases han soltado lastre. Los ciudadanos escapan de la movilización masiva como el condenado huye de su prisión. Los espacios urbanos del país, antes intensos como el opio o el arte, han dejado de latir. Sobre las aceras y en los medios de transporte metropolitano, reinos de la actividad visual donde los vecinos se reconocen en el otro, las gentes han dejado de mirarse; el abigarrado mundo del Raval o del Gòtic ya no es una metáfora del mar inquieto, que baña nuestras orillas.

En las calles, empieza a notarse la sequedad ritual de los espacios ocupados y mal cuidados. Vencida por el turismo de manadas, Barcelona se está convirtiendo en una capital otomana, devastada. En sus paredes no se refleja el rescoldo de la ilusión, porque los que promueven un cambio de statu quo se saben perdedores. Han dejado de desprender la euforia que produce la utopía. No faltan espacios abiertos de influencia y movilización; tampoco faltan redes y bloqueos. Además conviene no olvidar que el nacionalismo es experto en la construcción del antagonismo. Pero falla la instancia política; falla el cauce, la creación de un espacio público que permita dar cabida al invento.

Barcelona recibe los impactos pero resurgirá como urbe; es demasiado acogedoramente compleja como para plegarse a los designios del elefante feo que tenemos en el salón-comedor. Es hermana de Montreal, capital del Quebec, que ha resistido frente a la tiranía nacionalista. Con el fracaso del procés, las formaciones estólidas, ERC y JxCat, han desencadenado un limbo, una tierra baldía. Sus socios residuales de la CUP reniegan incluso del referéndum. No son las vacaciones del soberanismo, es la desesperanza: “Hemos tocado fondo”, reconoce Elsa Artadi, descubriendo torpemente su línea de flotación. El experto que la fichó debe pensar que Quim Torra es un exponente de la erótica del poder.

Otro verano sin futuro. Ante un escenario pinzado entre la sentencia del Supremo y la convocatoria electoral catalana, el símbolo denigra a la dialéctica, como ocurre siempre con los conflictos identitarios. La negociación entre partidos políticos se lleva a cabo al borde de un precipicio; percance seguro o dime cómo negocias y te diré cómo vas a gobernar. Hoy se negocia por extenuación del otro, pero la extinción del que tienes delante es el último episodio de la construcción del enemigo, tal como lo consagró el gran Umberto Eco. Y si es así, ocurre que, después de negociar, te sientas a gobernar junto a un cadáver.

A los dirigentes de Ciudadanos les pasa otro tanto, lejos de su tierra prometida. Dejaron Cataluña como patria de la lengua castellana (yo no tengo ninguna duda), con permiso de Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, líder emocional de las calles desiertas y los balcones en ruinas. Albert Rivera, ha roto las amarras de su condición de chico bueno para ponerse a España por montera en los lindes de la Carrera de San Jerónimo. Ya no es de aquí ni de allí: aplica el “es necesario navegar, no es necesario vivir”, la leyenda del marinero que se levanta tallado en bronce sobre un enorme pedestal, frente al Palacio de las Reales Atarazanas, de donde salió La Capitana de Juan de Austria, rumbo a Lepanto.

El mejor catalán, como el buen gallego, es el que pone pies en polvorosa para inventar nuevos mundos. En eso Rivera acierta, pero Madrid es Madrid y uno corre el peligro de El primo Basilio, el personaje de Eça de Queirós, sumergido en la Gran Lisboa romántica, hecha de ojos de luna, noches brillantes y leyendas de navegantes. Rivera no se abstendrá (estaría bueno, después de la lata que nos ha dado) porque sabe que la abstención se paga. Sánchez pagará la abstención de ERC, un partido a la deriva en una sociedad, la catalana, enferma incurable de melancolía. Y el presidente en funciones pagará también la abstención de Bildu, que caerá. Digámoslo claro: Bildu y Geroa Bai están llevando a Navarra a la deriva estratégica de la Gran Euskalerría, aunque de momento se limiten a colgar ikurriñas en la hornacina del santo, el símbolo de San Fermín. Por su parte, Madrid es otro cadalso para la ilusión del inocente votante. Su cámara legislativa, la Asamblea de Madrid, ha convocado para hoy un pleno sin candidato –ni Díaz Ayuso ni Gabilondo–, una especie de misa sin altar mayor.

La muerte de Cataluña tiene mucho que ver con lo que se cuece, en el buen sentido, en el barrio de Salamanca, en Puerta de Hierro o en La Moraleja. Las cenas al fresco del Guadarrama cuando ruge hacen buenos amigos, permiten tender puentes o solucionar el estrangulamiento de las mayorías con la cláusula griega (añadir 50 escaños a la lista más votada) contemplada en la Constitución española, pero nunca desarrollada.

Dentro de poco, los puentes serán lo último a lo que agarrarse. Pero que nadie se engañe con el enemigo exterior. Cataluña es un erial por causas endógenas.