Gabriel Rufián ha sido visto sin el preceptivo lazo amarillo en la solapa, lo cual ha sido para los procesistas la gota que rebosa el vaso de su paciencia. ¿Qué le pasa últimamente a Rufián? Un día se retrata con Tomás Guasch, ministro de Deportes de Tabarnia. Otro día suelta que lo que necesitamos los catalanes es más Rosalía y menos Pompeu Fabra. Con Pedro Sánchez está a partir un piñón y asegura que no piensa ponerle el más mínimo impedimento para que llegue a presidente de la nación (española, por supuesto). ¿Qué fue de aquel gañán tan espabilado cuyas salidas de tono tanto divertían y estimulaban a los separatistas? Todo parece indicar que el chaval se les ha echado a perder de tanto deambular por Madrid.
Yo diría que Rufián empieza a entrar en razón y a convertirse en un político profesional. Se ha dado cuenta –como todos en ERC, por otra parte– de que la independencia de Cataluña no parece inminente y que, por lo tanto, hay que obrar en consecuencia. Mientras Puchi, Torra y demás iluminados posconvergentes siguen instalados en su delirio, los feligreses del beato Junqueras están viendo que hay autonomía para rato y que, por consiguiente, hay que resituarse en el ecosistema político catalán. Y en el español. Por eso Rufián cada día se parece más a una persona normal y dudo que lo volvamos a ver montando el numerito de las esposas o el de la impresora. Rufián, que será un trepa, pero no es tonto, ha reparado en que, fuera de la política, alguien como él lo tiene muy crudo: hoy día hasta cuesta hacerse con una plaza de portero en una discoteca de Santa Coloma. Así pues, que insistan otros en sus quimeras, que él está para lo que está: incrustarse en el parlamento español y no salir de ahí ni con manguerazos de agua hirviendo. Su proceso va en paralelo con el de su partido, que ya solo piensa en acabar con Puigdemont y cortar el bacalao en Cataluña mientras se negocia con Madrid lo que haga falta, sin estridencias ni bufonadas ni malas palabras.
La cosa tiene un precio, claro. Los procesistas se están poniendo las botas a costa del pobre Rufián en las redes sociales y, como los racistas que son, me lo tildan de charnego desagradecido, de españolista, de flamencón y de pasar como de la peste de la anhelada independencia. ¿Pero no se dan cuenta de que el hombre se tiene que ganar el pan y que un chollo como el suyo es de los que solo se te ponen al alcance una vez en la vida y si hay suerte? ¿Para qué predicar en el desierto cuando puedes convertirte en un profesional de la política con ganas de pillar cacho? Pero si hasta su mentor, Joan Tardà, le da la razón en todo.
Los procesistas, como los cornudos, van a ser los últimos en enterarse de lo que les está pasando. Deberían alegrarse de que un macarra de extrarradio se convierta en un político correcto y razonable, pero, ya que no lo piensan hacer, alegrémonos los demás.