El refranero, incluso en estos tiempos digitales, es una fuente inagotable de sabiduría, enunciada además con las palabras justas. “Reunión de pastores, oveja muerta”. La frase resume el resultado de los conciliábulos políticos a los que tan dados son nuestros próceres. Especialmente los del PP, que afrontan dislocados el año I de la era post-Rajoy, tan incierta como las incomprensibles profecías del nuevo registrador de Santa Pola, que acabará pasando a la historia no tanto por lo que ha hecho, sino por todo lo que ha dejado sin hacer. Una irónica manera de dejar huella.

El expresidente, que recibió el poder vicario de un Aznar que nunca entendió que los hombres no aspiran a ser marionetas, aunque simulen parecerlo para llegar allí donde ambicionan, ha abandonado la púrpura con el desprendimiento (pacífico) de quien sabe que como fedatario de la propiedad ganará más dinero que en toda su trayectoria política, incluidos los inquietantes sobres que figuran en la contabilidad B de Bárcenas. No se ha ido de forma voluntaria. Lo obligó una moción de censura, aunque en su favor hay que decir que será el primer expresidente de la democracia que no se acoge a la generosa pensión que sale de las arcas públicas o, como Alfonso Guerra, vegeta como parlamentario vitalicio hasta lograr la jubilación máxima.

Su abulia correrá exclusivamente de su bolsillo. Nos la ahorramos. En esto ha demostrado un sentido de la oportunidad que no le hemos visto ni con Cataluña ni ante la corrupción. También deja la presidencia del PP sin ejercer el cesarismo que caracteriza a la derecha española desde los tiempos de don Pelayo. Un gesto que con el paso del tiempo mejorará su estampa, pero que obliga a su partido a enfrentarse con una relativa democracia interna.

Las primarias del PP, a las que hasta el momento se han apuntado media docena de candidatos, consistirán en una votación vigilada en la que el aparato tendrá la última palabra. Tal y como se han formulado, parece evidente que no las hacen por convicción. Es por necesidad. El plan inicial era una sucesión natural: investir de facto a Núñez Feijóo, al que los militantes darían legitimidad a posteriori. Pero la espantada del presidente de Galicia, que sabe que dentro de una "organización criminal" --así definieron los jueces al PP-- las balas no son de fogueo, ha terminado forzando una competición condicionada por la influencia de las capillas regionales.

Hay quien piensa que votar así es algo saludable. Que el Altísimo le conserve la vista. El problema del PP no es sólo el método elegido para designar a su nuevo líder. Es la ausencia de un proyecto político con una mínima sensibilidad social. Casi todos los aspirantes en liza son reformulaciones del pretérito, bien por la vía directa (Soraya y Cospedal) o de forma indirecta (Casado o Margallo). La guerra se celebra exclusivamente de puertas hacia adentro. Señal inequívoca de que la organización que representa a la derecha sociológica aún no ha entendido lo que ha pasado en España desde hace una década e ignora todavía las causas reales de su hundimiento.

De puertas hacia afuera, las primarias del PP no provocan ni entusiasmo ni indignación. Son irrelevantes. Y eso es lo malo. El partido que salga de este proceso seguirá sin parecerse a la verdadera sociedad española, que es el sujeto político que, a la postre, validará (o no) la estrategia de los conservadores españoles para reinventarse sin llegar a hacerlo nunca por completo, en otro episodio del famoso síndrome de Lampedusa. La reunión de pastores está convocada para los primeros días de julio, pero la oveja --nos tememos-- no va a resucitar en muchísimo tiempo.