Inmersos ya en el estado de alerta, que en realidad es de excepción, el súbito apocalipsis del coronavirus arroja algunas enseñanzas sobre el trasfondo de la perpetua anomalía política española. Por fortuna, muchas no coinciden con la actitud individual de buena parte de los ciudadanos. La conclusión esencial es devastadora: la España oficial no ha sabido –o no ha querido– adoptar las decisiones preventivas que eran a todas luces necesarias para impedir la actual situación de pánico social. Una larga cadena de ignorancias, caprichos, improvisación, egoísmos y falta de realismo nos ha conducido al punto exacto en el que nos encontramos: un confinamiento colectivo marcial, un auténtico apagón general, casi la muerte social. 

A pesar de ser un hecho extraordinario, no podemos decir que se trate de una patología nueva: la arquitectura de nuestro desconcierto tiene cimientos profundos, consolidados durante décadas por una insolidaridad política cuyo reflejo es la eterna disputa territorial. España es un gran carajal. Ahora que casi todos nos encontramos encerrados entre cuatro paredes, como aconsejaba Pascal, se percibe de forma nítida. Tenemos un Gobierno incapaz de enfrentarse a situaciones de urgencia, visiblemente dividido entre los obsesos del márketing político y los doctrinarios de salón, y 17 comunidades autónomas que creen ser, en mayor o menor medida, sujetos soberanos propios. Al mismo tiempo, una parte nada despreciable de la población no cree en ningún proyecto colectivo, a excepción de su bienestar o el de su tribu. La pandemia, mientras tanto, sigue cobrándose vidas, sometiendo a muchísima gente a sacrificios dolorosos y extendiendo el miedo a la misma velocidad que la desconfianza. 

La falta de decisión de la Moncloa para cerrar las zonas geográficas donde el virus había aparecido con mayor intensidad –Madrid, Euskadi, La Rioja– ha hecho que la epidemia, como ya sucedió en Italia, se extienda por toda España, sirviendo de gasolina incendiaria para los eternos agravios de unos contra otros. Un alud de madrileños prefirieron irse este fin de semana de vacaciones en lugar de respetar las medidas cautelares. Los nacionalistas vascos y catalanes, enredados en su bucle de miseria sin límite, han empezado a manipular la crisis sanitaria en su favor, como si una emergencia nacional no requiriera la colaboración de todos. Si la crisis del ladrillo, que fue un coronavirus que golpeó al sector financiero, hizo rondar hace una década la sombra del default sobre España –Europa nos salvó del trance a cambio de unos recortes distribuidos de forma injusta– la actual pandemia se vislumbra como un hecho equiparable sobre algo aún más valioso: la salud. Europa, en este caso, parece ausente.

Todas estas circunstancias proyectan una sensación de naufragio colosal. El barco español, pese a los profesionales que cumplen cada día con su deber, ahora en los hospitales, hace aguas porque internamente no es un terreno estable. Por desgracia, se parece mucho a la dramática imagen de La balsa de la Medusa, el óleo de Théodore Géricault, donde una fragata encalla y su tripulación vaga a la deriva durante 15 días. La incompetencia del gobierno de turno –en este caso, francés– dilata su rescate y provoca la muerte de la mayoría de los embarcados tras un calvario de hambre, sed, canibalismo y desesperación. 

Habrá quien crea que se trata de una comparación exagerada, pero nuestra encrucijada como país no es muy diferente: vivimos contaminados por la desunión, el egoísmo y la invención (infinita) de agravios interesados. Habitamos en un país cuyo presidente del Gobierno reclama una unidad que él no practica –su acuerdo con Podemos y los nacionalistas va justo en la dirección opuesta– y que, tras un mes y medio sin adoptar medidas preventivas, ni reforzar los escasos recursos de un sistema sanitario entregado al capricho de los virreyes regionales, tarda más de siete horas en explicar un decreto cuyo cumplimiento efectivo depende de los ejecutivos regionales que discuten su contenido (como es el caso de Cataluña y Euskadi). 

El mensaje de Sánchez I, El Insomne, tras el último y tormentoso Consejo de Ministros, además de tardío, tenía algo de melodrama. De frustración disfrazaba bajo apelaciones sentimentales. Que sea noticia que el Gobierno de España haya dicho ser “la única autoridad en todo el territorio nacional” –en una situación similar a una situación de guerra– da una idea de cuál es la causa última de nuestra incapacidad como Estado. El coronavirus de España son las actuales autonomías. O lo corregimos ya o estamos abocados a un naufragio permanente.