La democracia representativa se basa en un acuerdo mediante el cual los ciudadanos delegan sus derechos políticos en los diputados electos de un parlamento, donde mayorías y minorías conviven de acuerdo al marco legal. Éstas son las reglas de la democracia formal. Lo que está sucediendo desde hace ya cinco largos años en Cataluña es la perversión interesada de este modelo: sus representantes han decidido dejar de respetar la ley e imponer unilateralmente un sistema de poder paralelo, autoritario y sin contrapesos cuya legitimidad ya no es jurídica, sino directamente marcial; basada en la agitación temeraria de la calle. Igual que en los peores tiempos de los totalitarismos fanáticos, cuando los caudillos se apoyaban, siempre a posteriori, en las hordas --en este caso nacionalistas-- para validar los deseos personales del correspondiente sire o las resoluciones del pertinente comité de salud pública.

La aplicación del artículo 155 de la Constitución, activada este sábado, pretende poner fin a esa patraña que contrapone la autonomía catalana con la soberanía española, como si ambas fueran antagónicas. Podríamos concluir, a primera vista, que la aplicación de la ley pretende embridar la rebelión de los soberanistas, pero es más dudoso que solucione el problema de fondo: entre los independentistas se ha instalado el dogma de que la democracia consiste en hacer lo que ellos desean, no lo que establece la ley, que teóricamente es fruto del diálogo parlamentario. Su pertinaz insumisión es propia de una obra de teatro bufo, pero las tragedias pueden saltar desde el escenario al patio de butacas, prescindiendo de la cuarta pared que debería separar actores y público. No hay que esperar milagros: Puigdemont y Cía van a seguir haciéndose las víctimas hasta el final, presentando su sedición colegiada como una afrenta contra el pueblo entero de Cataluña, esa ficción que sólo existe en sus cabezas.

Puigdemont y Cía van a seguir haciéndose las víctimas hasta el final, presentando su sedición colegiada como una afrenta contra el pueblo entero de Cataluña, esa ficción que sólo existe en sus cabezas

Cataluña no es un pueblo. Es la suma de ciudadanos dispares y libres. Cada uno con su propia voz. El autogobierno no consiste en aceptar el libertinaje medieval de las aristocracias presupuestarias. Es el derecho político a decidir sobre una serie de competencias legalmente establecidas. Nada más. Y, en el caso de España, un Reino que funciona casi como un Estado federal, podríamos decir que, teniendo en cuenta su terrible historia, nada menos. Que Rajoy sea quien invoque por primera vez el artículo 155 no es más que una casualidad del destino. Cualquier otro presidente hubiera hecho lo mismo. La decisión viene avalada por una mayoría parlamentaria --PP, PSOE y C's-- y su gestión se encomienda al Senado, que por primera vez va a funcionar como una cámara territorial. La destitución del Govern y la limitación temporal de los poderes del Parlament es la única garantía de que la democracia no siga siendo violada en Cataluña en función de los caprichosos deseos de los jefes de las tribus.

¿Quedaba otro remedio? No. La rebelión jurídica de los soberanistas y su insistencia en dividir a Cataluña entre buenos y malos, actitud que pone en peligro la convivencia entre los propios catalanes, no merece otra respuesta. Pero no debería ser el fin, sino el principio. La reforma constitucional que el bipartidismo lleva demorando años no puede esperar más. Y no debería obviar un hecho capital: el Estado autonómico actual no está sino esbozado en la Constitución. Su desarrollo concreto es resultado de posteriores pactos de conveniencia entre las fuerzas políticas, que integran lo que los juristas llaman el bloque constitucional. Los excesos de este modelo son los que nos han traído hasta aquí. Parece motivo suficiente para que nos replanteemos muchas cosas. Muchas. Entre ellas, la sobrerepresentación política, que sólo beneficia a los intermediarios fenicios, nunca a los ciudadanos. Los derechos políticos de todos los españoles están representados en las Cortes Generales. Debería bastar.

España debe renovar su democracia de forma urgente si no quiere seguir condicionada por los delirios del XIX

Durante décadas éste ha sido el modelo político español. Caro, corrupto e ineficaz. Ni nos ha curado de los nacionalismos insolidarios ni ha saciado las ambiciones de los intermediarios tribales, cuya única razón de ser es el conflicto permanente. El resultado es una nación surrealista anclada en las disputas de sus abuelos muertos mientras sus nietos vivos no encuentran la luz en el túnel de su incierto futuro. España debe renovar su democracia de forma urgente si no quiere seguir condicionada por los delirios del XIX. El 155 no es la solución. Todos lo sabemos. Pero debería ser el comienzo de un debate que cierre de una vez la eterna pesadilla de las identidades partidarias en un país saqueado cuyos problemas sociales lo sitúan en una situación similar a la de 1898. Ya no nos quedan colonias de ultramar que perder. El coste es mayor: el presente, que siempre es el tiempo que antecede al porvenir.