El filósofo Francis Bacon, padre del empirismo, decía que “resulta muy difícil hacer compatible la política con la moral”. Dada su tendencia a mirar las cosas desde una óptica científica, alejada del pensamiento escolástico, cabe suponer que formuló esta idea a partir de la detenida observación de la realidad, maestra de cualquier filosofía digna del tal nombre. En la Inglaterra de su tiempo, a caballo entre los siglos XVI y XVII, el pensador británico no debía encontrar demasiados ejemplos a mano que permitieran armonizar ambas disciplinas. Ni siquiera el suyo.

Bacon aspiraba a ejercer el poder cuando Inglaterra desafiaba la hegemonía española y comenzaba a construir su imperio. En ese instante tormentoso de la Historia, hacer política requería solvencia intelectual –una exigencia que en nuestros días se ha esfumado– e, igual que ahora, una moral limitada, alimentada con la intriga, el ejercicio interesado de la deslealtad y la manifestación suprema de la ambición personal. En esto Bacon se parece a Séneca: señor de una doctrina estoica que su autor no solía practicar, pero jamás dejaba de predicar a los demás.

Toda la maravilla de su filosofía palidece ante algunos episodios de su vida pública, como su alegato contra el conde de Essex, acusado de alta traición por él, que fue su protegido, para lograr el favor real, prescindiendo del fardo de los escrúpulos sentimentales. Bacon logró alcanzar el estado de canciller con sólo 42 años, pero, a medida que ascendía, perdía amistades y ganaba enemigos. Terminó acusado de prevaricador. Solo. Fue su caída política la que precipitó su retiro y dedicación al estudio, lejos de los sanguíneos litigios partidarios. Su fracaso como hombre de Estado alumbró sus excelentes Ensayos, escritos con una prosa maravillosa y preñada de ideas. 

A veces uno quisiera que nuestros gobernantes, practicantes de todos los vicios inherentes a la política ya citados, hicieran algo similar al filosofo inglés: retirarse al campo para dedicarse al examen de sus propias experiencias. Apenas si existen casos. En primer lugar, por falta de vocación y fondo intelectual entre la clase política. En segundo, porque la aspiración de la partitocracia que nos gobierna consiste justamente en ocupar, igual que hace la publicidad, la totalidad del espectro público, los calendarios y todas las horas del día. Igual que ya no existe un día sin un partido de fútbol –el deporte es un gran negocio con un público cautivo– no hay jornada en la que nos libremos, siquiera un segundo, de la zafiedad de la interminable guerra de tronos que caracteriza el presente.

Los políticos han ocupado todo el espacio compartido, sin excepción, al mismo tiempo que desaparece de la agenda pública la reflexión, la sabiduría, el arte de la argumentación y hasta las ideas, esos fantasmas del pasado. Un año antes de que aconteciera el Apocalipsis de la pandemia, en vísperas de la segunda vuelta de las últimas elecciones generales, decantadas tras la falta de acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos para alcanzar un pacto, un sondeo del CIS reseñaba con cifras el grado de hartazgo y descontento social con los representantes de la ciudadanía. Ocho de cada diez encuestados confesaba el hastío que le producía la política española, en buena medida causado por el bucle infinito del procés en Cataluña. En lugar de resolver los problemas, se había convertido en un mal compartido. La clase política, tras el desempleo, era la mayor causa del quebranto nacional

El bloqueo para investir a Sánchez como presidente proyectaba –a través de los medios– una sombra de inestabilidad institucional, pero lo cierto es que, en ese momento, la mitad de los españoles andaban ajenos al supuesto drama de carecer de un gobierno y un presidente, preocupados con las urgencias de la vida real. Los gobernantes, en cambio, fueron incapaces de alcanzar un pacto de mínimos que armonizase el atomizado mapa electoral. Año y medio después, nos encontramos peor.

La situación podría resumirse así: entre 70.000 y 100.000 muertos innecesarios –muchísimos, ancianos– una pandemia interminable, una crisis sanitaria extendida en el tiempo, un endeudamiento colosal, la ruina (cierta) de empresas y particulares, muchísimo más paro y la incapacidad manifiesta de las instituciones –europeas, en primer término; nacionales, en segundo– para vacunar a la población con una profilaxis que, para colmo, empieza a generar desconfianza. 

España se desangra. Durante su agonía, que es uno de los escasos sentimientos que compartimos absolutamente todos los españoles, tan dados al aldeanismo mental, hemos visto a gobernantes, sacerdotes, militares y caraduras saltarse los turnos de vacunación. Y a los políticos, en vez de contribuir a atenuar un poco el sufrimiento y la desgracia, dedicarse a una vergonzosa batalla por retener y conquistar el poder mediante mociones, tránsfugas o adelantos electorales que denotan la insensibilidad social de quienes dicen representarnos. 

Una casta, término que ahora incluye a Podemos, que obvia las cosas trascendentes y magnifica las accesorias. Sobre todo en Cataluña, donde el independentismo prepara un remake del agotador procés, mientras en Madrid abren las urnas para elegir una asamblea que no atiende a la pandemia. El populismo, en España, se ha convertido en un fenómeno transversal. Afecta a todo el arco parlamentario. Desde Roma sabemos que la política consiste en pan y circo, pero en España esta degeneración de la clase política no alimenta a nadie –salvo a ella misma– y las desgracias hace mucho tiempo que han dejado tener gracia.