Lo más increíble del (interminable) viaje hacia ninguna parte que desde hace décadas viene haciendo el nacionalismo en Cataluña, transmutado en soberanismo cuando el egoísmo cerril de la endogámica tribu original chocó con el interés general, que es la caja común del Estado, no es el vodevil del prusés, ni la fantochada del falso referéndum del 1-O; ni siquiera la aplicación (ganada totalmente a pulso) del artículo 155 de la Constitución, sino la traición del separatismo a su propia tradición cultural. A sus fuentes ideológicas previas.

En España hay quien piensa que el regionalismo catalán --una forma de reivindicación política no necesariamente rupturista-- es el verdadero origen de la calamitosa situación política de Cataluña. Otros, en cambio, creen que aquella fase histórica benefició no sólo a muchos catalanes, sino también al resto de España porque animó a otros territorios a aspirar a la misma idea de progreso que Cataluña ha representado (hasta ahora) desde finales del XIX. 

Se prefiera una opción o la contraria, lo cierto es que hasta hace un lustro aún existía (independientemente de su exactitud) un mito político favorable sobre Cataluña sustentado básicamente en la imagen de Barcelona como espacio de vanguardia. Europeo. Moderno. Abierto. Las cañerías de las Ramblas, por supuesto, indicaban otra cosa distinta, pero entonces o no lo sabíamos o algunos --González, Aznar, Zapatero, Rajoy-- no quisieron verlo. Aquella leyenda urbana --la Cataluña interior siempre fue otra cosa-- parecía demostrar que era perfectamente posible concebir una idea de España diferente, alejada de su perfil histórico como país agrario, genéticamente contrarreformista y absolutamente refractario a los cambios. Esta ficción (asumida como verdad) saltó por los aires el día en que el pujolismo comenzó a mostrar su tramoya, la corrupción de los clanes familiares emergió como la verdadera sangre de un sistema mafioso y el desafío soberanista alcanzó el punto de no retorno. 

Desde entonces Cataluña no sólo ha perdido empresas y prestigio internacional, sino la marca cultural que ha vendido con éxito durante decenios al resto de España y Europa. No cabe imaginar mayor destrozo para los catalanes, especialmente aquellos que se formaron en esa particular cultura del equilibrio entre la identidad y el interés. El resultado más evidente de la acelerada degeneración independentista es la investidura digital de Quim Torra, el ungido por el napoleoncito Puigdemont desde Berlín, que se ha fabricado una corte (pensionada) en un exilio que no es tal, por mucho que lo simule con la Virgen de Monserrat.

Torra, retratado en Crónica Global de forma magistral por el compañero Josep Maria Cortés, que es uno de los grandes periodistas catalanes, representa el final del sainete indepe y, probablemente, el principio del espanto fascista. La cara más tenebrosa de la Cataluña independentista. Un supremacista convencido. Un fanático cuyo motor es el odio al diferente, especialmente si es (como le sucede a todos los catalanes; lo acepten o no) español. Sus primeras palabras han consistido en advertir que seguirá con la espantada y colgará, siguiendo la estética totalitaria, un gigantesco lazo amarillo (pollo) en la sede del Palau de San Jaume.

El delirio soberanista se encarna así en un totalitarismo de libro, quitándose la careta pacifista y pasando del victimismo (infantil) a la agresión contra la mitad de la propia sociedad catalana, que no es partidaria de ruptura alguna con el Estado. Su designación (como regente) es más propia de una república bananera que de un país democrático. Ha sido consumada en los reservados de Berlín. Sin luz y sin taquígrafos. A la manera de los reyezuelos del Antiguo Testamento. 

Cualquier antiguo republicano catalán, uno de aquellos que sí tuvieron que marcharse de Cataluña al exilio por la represión de la dictadura franquista, lloraría si viera cómo los cantos de libertad de entonces han acabado, exactamente igual que la Revolución Francesa, en esta dictadura orgánica que usa el Parlament como una casa de alterne, desobedece las leyes y está dispuesta a implantar, al Noreste de España, al Sur de la Europa civilizada, el mismo totalitarismo étnico que llevó al continente al desastre hace todavía menos de un siglo. El supremacismo catalán, igual que el batasunismo vasco, es una vulgar réplica del movimiento nazi. Y Torra es su nuevo profeta. Ya veremos hasta cuándo duran sus correajes.