Tres meses después, la situación es diáfana: vamos a peor. Todavía no hemos tocado fondo y podemos seguir cavando hasta el infierno. El delirio político en Cataluña, que desde hace un lustro condiciona la vida pública española, continúa y se adentra --con decisión-- en el terreno del enfrentamiento civil abierto, el escenario menos deseable pero, como sospechábamos, ansiado por el nacionalismo más cerril, definitivamente batasunizado sin remedio. Casi trescientas empresas --grandes, medianas y pequeñas-- se han marchado de Cataluña desde junio. Los gestos políticos de distensión diseñados desde la Moncloa, tan ingenuos como interesados, no han servido de nada, salvo para fortalecer la convicción histórica del independentismo: pueden hacer lo que gusten; nadie les va a poner límite.

Basta ver el episodio orwelliano de Vic, con la voz del Gran Hermano amarillo recordando que el destino de todos los vecinos, quieran o no, será la independencia; o la escena del bar de Blanes, donde unos energúmenos insultan y expulsan de su pueblo --que es también el nuestro-- al dueño de un bar que no quiso ser marcado con los lazos del espanto. La pacificación catalana no es posible: el independentismo sabe que si la situación se serena, sus opciones disminuyen. Se entiende ya qué querían decir cuando lanzaron aquel mensaje: "Las calles siempre serán nuestras".

En los últimos meses los soberanistas han elegido a un presidente supremacista, han ganado relevancia en Madrid e insisten en presentar su golpe de Estado como un movimiento de liberación con mártires incluidos. Lo que más les preocupa son los presos. Ya están en Cataluña, pero necesitan urgentemente alimentar el señuelo de un indulto --en un Estado de Derecho sólo cabría su absolución, bastante improbable-- para darle a la parroquia una nueva causa que disimule el fracaso del prusés. Por eso van a agitar los lacitos amarillos como si les fuera la vida. Realmente es así: la normalidad democrática les perjudica. Y no están dispuestos a asumir que los actos ilegales tienen consecuencias legales y que los asuntos políticos dejan de serlo cuando violan las reglas de la democracia.

No cabe pues llamarse a engaño: el independentismo, capaz de manipular la historia, inventar su épica y practicar un victimismo patético, prepara un otoño de encanto para recordarnos --como si pudiéramos olvidarlo-- que han decidido apropiarse de Cataluña y no van a desistir por mucho que ni la ley, ni la razón, ni el sentido común, ni Europa les respalde. La ocupación de los espacios públicos con propaganda partidaria no es un mal nuevo. Se trata de una costumbre secular. La única diferencia es que ahora los ciudadanos que no comparten este delirio han empezado a plantar cara con una actitud que hace décadas debieron haber tenido los políticos españoles.

Los nacionalistas, ya lo sabemos, han declarado la guerra al resto de España, pero su problema es que Cataluña está llena de españoles, empezando por ellos mismos. Algunos, por fortuna, han decidido actuar porque de lo contrario lo que les espera es la distopía de Vic. La batalla de los lazos dista de ser simbólica. Es un asunto capital. Los nacionalistas están acostumbrados a despreciar los símbolos constitucionales y sustituirlos por otros con vocación excluyente. Podían usar la bandera de Cataluña para reivindicar su postura. Pero como la señera es un símbolo compartido necesitan inventarse otro que no deje lugar a dudas. Su supremacismo explica las playas llenas de cruces, igual que en el soneto del apocalipsis de Nicanor Parra, y los adornos del fascismo amarillo en las plazas de los pueblos.

¿Libertad de expresión? Nadie parece recordar el día en que la diputada de Podem Àngels Martínez retiró de los escaños del Parlament las banderas de España que los diputados del PP dejaron, junto a la señera, antes de que se votase el referéndum-pantomima. Aquel día se escribió nuestro presente: el nacionalismo desea borrar del mapa cualquier idea de Cataluña que sea distinta a su fábula, que nada tiene de sentimental porque es una apropiación de algo que nos pertenece a todos, sea la cultura catalana, el noreste de España, la caja de Hacienda, los espacios públicos o las fuerzas de seguridad, convertidas además en policía política.

Hasta junio tenían enfrente a Rajoy, un presidente abúlico que no hacía nada. Ahora se ríen de los socialistas, que han decidido que basta con hacerse el ciego y el sordo para que parezca que la situación mejora. No es verdad. Sánchez, que se fue de vacaciones nada más llegar a la presidencia y estos días anda de gira latinoamericana, es un presidente tan legal como ilegítimo. Los españoles no lo han elegido. Carece de mayoría, no tiene voluntad alguna de someterse a las urnas y ha mostrado una inquietante tendencia al postureo. El efecto de meter a un astronauta en el Gobierno está amortizado. La exhumación de Franco no le durará de forma infinita. Puede seguir edulcorando la realidad y confiando en las encuestas, pero su futura elección --sea cuando sea-- dependerá de lo que haga en Cataluña. Y no hacer nada supone dejar que los toros corran sueltos por la calle.