El magnífico Informe sobre convivencia lingüística en Cataluña (marzo-julio 2020) elaborado por Societat Civil Catalana evidencia con nuevos e interesantes datos que el eje de la división del debate sobre esta enconada materia no se sitúa en la mayor o menor promoción social del catalán, apoyo y difusión que casi nadie discute, ni ahora ni como mínimo desde el restablecimiento de la democracia y el autogobierno. No, el eje de fractura es la exclusión del castellano/español que los nacionalistas practican desde las instituciones autonómicas bajo el paraguas de la “normalización lingüística” de la lengua catalana. Es decir, la querella no es sobre la presencia pública del catalán, sino sobre la pretensión, a veces implícita otras claramente descarada, de que la lengua castellana sea vista y tratada en Cataluña como algo extraño e impropio.

La confrontación, por tanto, se produce entre aquellos que propugnan el monolingüismo del “solo en catalán” y los que defienden el carácter estructuralmente bilingüe de la sociedad catalana y se rebelan ante una vulneración clarísima de los derechos lingüísticos de más de la mitad de población. La imposición monolingüe que pretende el nacionalismo resulta además nociva y contraproducente para la lengua catalana porque la hace antipática, divide y polariza, y en lugar de sumar, resta, como explicó hace unos años la lingüista Mercè Vilarrubias en un libro memorable.

Ahora bien, que el eje real del debate lingüístico no sea la mayor o menor promoción social del catalán sino la marginación institucional del castellano cuando se le niega el derecho a ser también lengua vehicular en la enseñanza obligatoria, o se limita su uso por parte de las administraciones a situaciones excepcionales, no es algo todavía evidente para una parte importante de la ciudadanía. Durante muchos años las políticas de normalización de la lengua catalana en la vida social, cultural, laboral, económica, etc., fueron apoyadas de forma unánime porque aparecían como una forma de alcanzar el bilingüismo, de apuntalar a una lengua con menos hablantes y minorizada bajo el franquismo. Sin  embargo, una vez que esa normalización del catalán se completó en casi todos los ámbitos hacia mediados de la década de los noventa, se puso en marcha la fase monolingüe del proyecto nacionalista bajo el argumento de que el catalán no podría sobrevivir y progresar a largo plazo con la presencia –vista siempre como amenazante- del castellano.

Con todo, tampoco esa voluntad de exclusión se hizo muy explícita al inicio, de manera que mucha gente siguió apoyando de buena fe propuestas como la inmersión lingüística, creyéndose algunos mantras mil veces repetidos como que “l’escola (només) en català” permitía a todos los jóvenes dominar a las mil maravillas la lengua “propia” y el castellano, “tan bien o mejor que en Valladolid o Salamanca” se llegó a afirmar sin ningún sonrojo. En efecto, la propaganda y el pensamiento mágico del nacionalismo han confundido a muchos ciudadanos de buena fe que cuando se les pregunta abiertamente en las encuestas rechazan el monolingüismo y apuestan por el bilingüismo social y el trilingüismo educativo. Aún hoy siguen cerrando los ojos a la anormalidad que supone que la Generalitat y la mayoría de las administraciones locales se relacionen sistemáticamente con la ciudadanía solo en una de las dos lenguas oficiales de la comunidad autónoma. 

Una de las ventajas que ha tenido el procés es que ha desnudado el proyecto político del nacionalismo, su carácter hispanófobo y supremacista. En el terreno lingüístico ha hecho evidente su carencia de argumentos pedagógicos y el empacho de propaganda e ideología de sus propuestas. Por eso resulta imposible un debate racional y sereno sobre esta cuestión. Pero al mismo tiempo ha concienciado a muchos catalanes, también a bastantes catalanohablantes como el que firma esta columna, de la necesidad de otras políticas lingüísticas fundamentadas en los derechos de los ciudadanos, los deberes de las administraciones hacia los hablantes de ambas lenguas y la igualdad de trato hacia todos. Solo la praxis del bilingüismo institucional en Cataluña y del plurilingüismo por parte de la Administración General del Estado, que ya practica desde hace muchos años aunque todavía con necesidad de algunas mejoras, son el camino correcto hacia la democracia y la igualdad lingüística.