La reconversión de las entidades financieras españolas semeja no tener fin. La crisis de 2008 se llevó por delante al antaño próspero sector de las cajas de ahorro, que en su mayoría fueron engullidas por los bancos.
Esos episodios turbulentos dispararon el pistoletazo de salida de una fase de decadencia imparable de las instituciones crediticias.
Su primera secuela es el cierre de oficinas a paso de carga. El proceso parece eterno. En el presente año bajarán la persiana alrededor de millar y medio de sucursales, con pérdida de 6.000 empleos.
La cifra es devastadora. Significa más de cuatro clausuras diarias, incluidos fines de semana y festivos. Pero palidece frente a la degollina que la formidable recesión de 2008 había desencadenado. A la sazón, el país estaba sembrado de 46.000 establecimientos, que albergaban una nómina de 270.000 profesionales.
Hoy por hoy, ambos guarismos se sitúan por debajo de 20.000 y 160.000, respectivamente. Y solo en la ciudad de Barcelona, más del 60% de la capacidad instalada se ha esfumado.
La criba descrita es la más draconiana de toda la Unión Europea. Se explica por varios motivos. El principal reside en las oleadas sucesivas de bajas que sufrió el censo de las cajas, tras un vendaval de fusiones y absorciones. Una vez ultimadas estas, se advirtió que aún había muchas oficinas redundantes. No quedó más salida que echarles también el candado.
Otro fenómeno propulsor de la purga es la digitalización galopante del sistema y su incidencia directa en el comportamiento de los clientes. Gran parte de ellos tramita todas las gestiones por internet y prescinde de acudir a los despachos físicos de la red territorial.
Así actúan sobre todo las capas más jóvenes de la población, a diferencia de los mayores, que con harta frecuencia quedan desasistidos y huérfanos de los servicios que habían venido recibiendo (y pagando) hasta ahora.
Asimismo ha contribuido a la drástica poda de personal y oficinas la irrupción de las sociedades fintech. Estas ofrecen los mismos productos financieros que los prestamistas clásicos. Carecen de locales a pie de calle y todas las diligencias se ejecutan por medio de las redes. Ello significa que sus costes fijos son mucho más livianos que los soportados por los intermediarios habituales del dinero. Así, gozan de una ventaja competitiva inigualable, que aprovechan a fondo y sin tregua.
Por su parte, los colosos digitales de EEUU ya han penetrado en el negocio del peculio y tarde o temprano se apropiarán de porciones crecientes de la inmensa tarta que ahora usufructúan los poderosos conglomerados del ramo.
El sector dinerario es como cualquier otro. Tuvo un principio y tendrá un fin, al menos en la forma que lo conocemos. Como en la famosa sentencia del Gatopardo, para que todo siga igual, es necesario que todo cambie.
Si los tradicionales feudos del capitalismo aspiran a seguir en pie, no tienen otro remedio que transformarse a marchas forzadas. De hecho, la defunción de las cajas ha reducido drásticamente el número de actores sobre el escenario. Por tanto, la competencia se está achicando hasta mínimos históricos.
Al ser más escaso el número de corporaciones que acaparan el mercado, la libre concurrencia se resiente. Con menos protagonistas en juego y de un tamaño cada vez mayor, deviene irresistible la tentación de alumbrar medidas colusorias para el engorde de sus rentas de oligopolio.
En tales circunstancias, es de temer que los inermes usuarios seguirán pasando por el tubo. No parece sino que estén condenados a sobrellevar el alud de tasas y comisiones desorbitadas que los traficantes de la pasta les cargan.