Antes de ser resumido, el procés fue concebido. Sus líderes dicen responder a las peticiones de la voluntad popular; pero es mentira; usan a nuestros hijos y mayores como escudos humanos. Ellos reinventan y resumen, se lo guisan y se lo comen. Su falso pacifismo, cénit de su impostura, alcanzó la plenitud en los primeros compases del Gran Juicio. Pero un buen día (el pasado jueves), resultó que la policía no es tonta. Diego Pérez de los Cobos, a la sazón coronel de los picoletos, abrió en canal la sala del Supremo al narrar la movilización de otoño de 2017, destacando los episodios de violencia organizada de los jóvenes bárbaros del procés. De repente, los hechos de octubre y su heroica prosodia cayeron en el pozo de la deducción y la carga de la prueba: fueron medidos por la casuística policial.

Pérez de los Cobos tiene su pasado. De joven flirteó con la extrema derecha y vistió el rojo matón de Falange, en Yecla, su ciudad natal. Un dato que genera antipatía, como la evocación de su hermano, Francisco Pérez de los Cobos, arte y parte de aquel TC, tocado por el PP, que laminó el Estatut. Pero en ningún caso, la mochila histórica del coronel empaña su capacidad profesional, a día de hoy. La verdad es y, además, siempre se impone. El soberanismo ha ultrapasado el “pasadizo geohistórico” del que habló Vicens Vives para entrar en el espacio cóncavo del nativismo que impulsan Junqueras, Puigdemont y doce de los suyos. Ellos sabrán. Utilizan el Catalonien first, continuidad trumpista del Freedom for Catalonien que exhibieron en su día los afganos de Convergència. Aquellos cachorros no yacen en la fosa común de Maldoror ni en ningún otro infierno. Ahora son maduritos; viven emparrados en el subidón anticonstitucional que soportamos los demás. O están presos, reos del Gran Juicio, dispuestos al sacrificio como valor estético y vía de redención. Y, para curar su autoestima, lanzan sobre nosotros el patrón simplificado de su discurso —“la capacidad de absorción de las masas en muy limitada”, dice Mein Kampf y ratifica Walter Benjamin, su martillo de herejes— cargado con la automatización de las masas, las armas clásicas del futurismo en la Italia de Mussolini y del justicialismo, en la Argentina de Perón.

El coronel Diego Pérez de los Cobos / FARRUQO

El coronel Diego Pérez de los Cobos / FARRUQO

El coronel Diego Pérez de los Cobos / FARRUQO

Desde su despacho de Tres Cantos, De los Cobos supo que el exministro José Ignacio Zoido se quitó de encima sin elegancia la responsabilidad policial en el 1-O. Ante el tribunal, Zoido señaló al coronel como el mando operativo que tomó la decisión de que la Guardia Civil y la Policía Nacional cargaran sobre los altares del refrendismo. Imperdonable actitud del ministro melifluo. El delito de rebelión se produce cuando existe una coacción armada capaz de discutirle al Estado el monopolio de la violencia. Y este no fue el caso del otoño caliente. Pero sí es cierto que los indepes convocaron a un estado general de movilización durante el octubre de 2017, que generó episodios concretos de violencia. Eso es innegable. No se engañen ni los unos ni los otros; no hubo rebelión, pero sí violencia, un argumento nítido en las respuestas de Pérez de los Cobos, de otros mandos policiales y del jefe de la Comisaría de Información de los Mossos, Manuel Castellví. Este último abrió la caja de los truenos al exponer que mantuvo una reunión, en el Palau de la Generalitat, con Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Joaquim Forn, a quienes advirtió de “un clima que podía acabar en una escalada de violencia”. Ellos lo obviaron.

El vuelco al Gran Juicio, aportado por De los Cobos, actúa como un karma, la “ley de gravitación moral” que acaba castigando el discurso prepotente de una gente que trata de imponer una República de pensamiento único. El fondo de los mensajes nacionalistas de hoy encaja en la simplicidad de las redes, pero escapa a la modelización del discurso analítico. El fakenacionalismo se desmorona y la solemne prosopopeya del pueblo escogido se precipita en el vacío.