Las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso el domingo en Colón no fueron un error, una metedura de pata involuntaria. Para nada cometió un desliz cuando puso a Felipe VI en un grave compromiso al lanzar la pregunta sobre cuál sería su papel y si firmaría o no unos indultos que, involuntariamente, le harían “cómplice” de esa felonía. Ayer la presidenta madrileña reiteró su posición, negó cualquier atisbo de rectificación y, enmendando las declaraciones de Pablo Casado del lunes, afirmó que el presidente del PP opinaba exactamente  lo mismo que ella. Lo cierto es que en la manifestación había muchas pancartas pidiendo la dimisión de Pedro Sánchez o con todo tipo de improperios hacía él, pero también otras que reclamaban al jefe del Estado que no atendiera sus obligaciones constitucionales (“Majestad, no firme”), aunque ningún medio de comunicación quiso darlas en portada. 

Este tipo de apelaciones al rey no son algo nuevo. Hay una parte de la derecha sobre todo madrileña que querría una monarquía más intervencionista, menos neutral con el marco constitucional, y que estuviera dispuesta a plantarse ante cuestiones que considera capitales. Ya pasó en 2005 cuando las Cortes aprobaron la ley de matrimonios homosexuales y la Conferencia Episcopal no solo organizó la protesta en la calle, en alianza con el PP, sino que su portavoz, monseñor Martínez Camino, pidió públicamente a Juan Carlos I que hiciera como el rey Balduino de Bélgica, que en 1990 prefirió abdicar unas horas para no tener que sancionar la ley del aborto. Al año siguiente también se alzaron algunas voces para que no firmase el nuevo Estatuto de Cataluña, un disparate que había que parar a cualquier precio, consideraban. Por esas fechas, el influyente periodista Federico Jiménez Losantos, entonces locutor en la emisora episcopal de la COPE, llegó a pedir la abdicación del rey por su supuesta pasividad ante la elaboración de los nuevos estatutos o frente al llamado “proceso de paz” con la banda terrorista ETA que impulsaba el socialista José Luis Rodríguez Zapatero.

Si bien es indudable que la ofensiva republicana de los últimos años ha estado protagonizada por una parte de la izquierda, en torno a Podemos y sus confluencias, y muy particularmente por las fuerzas separatistas, también ha habido desde la Transición una hostilidad antimonárquica en sectores de la derecha, sobre todo de la más extrema. Por un lado, en aquella parte, afortunadamente muy residual y minoritaria, que no perdona la “traición” de la Corona al franquismo, y de ahí los reiterados intentos por implicar a Juan Carlos en el golpe del Estado del 23F, con el fin de descreditarlo, con unos argumentos que años después han comprado los detractores del “régimen del 78”. Pero también hay otra parte, que para nada se identifica con la dictadura, que piensa que un presidente de la República con mando, o sea, una figura presidencialista, podría poner freno a los excesos de la izquierda en el Gobierno, sobre todo si el PSOE llega al poder gracias a “alianzas Frankenstein”, como le ocurre ahora a Pedro Sánchez. Recordemos cuando José María Aznar decidió no volverse a presentar se especuló mucho que su objetivo era prepararse para ser presidente republicano en caso de hundimiento monárquico, en un momento que ya empezaban a aparecer algunos escándalos en la vida privada del rey emérito.

Las declaraciones de Díaz Ayuso, reiteradas en cuanto al objetivo de poner a Felipe VI en el foco de la polémica, recogen un clima de indignación en la derecha, sobre todo madrileña y madrileñizante, incrédula ante el hecho que el jefe del Estado tenga la obligación de firmar esa medida de gracia hacia los presos del procés. Les gustaría creer que no es inevitable o que, como mínimo, el rey podría, que en realidad debería, pronunciarse en contra para que quedase claro la traición que Sánchez está cometiendo. Cuando nada de eso suceda y el rey cumpla, como jefe de Estado de una monarquía parlamentaria, con sus deberes constitucionales, hay una parte de la derecha que no se lo perdonará. Y ese trasfondo antimonárquico que flotó en Colón es lo que la hábil Ayuso quiso capitalizar porque al populismo, de izquierdas o de derechas, le importa muy poco instrumentalizar las instituciones.