Si Ada Colau no revalida el mandato este sábado será porque su formación decide mayoritariamente inmolarse por miedo a cortar los amarres emocionales con el independentismo. Sería un caso casi único en la política europea. Manuel Valls se lo puso muy fácil desde el primer día regalándoles su apoyo, sin condiciones de ningún tipo, para impedir que Ernest Maragall, ganador de las elecciones por unos pocos miles de votos, acceda a la alcaldía. Pero Jaume Collboni no tenía más remedio que exigirles un pacto formal para evitar que, tras el sábado, volvieran a refugiarse en el tripartito imposible, en esa retórica equidistante. A Colau le ha costado lo que no está escrito aceptar esa condición, pero lo ha hecho porque arriesgaba a que los socialistas no le votasen pasado mañana. En contra lo que se había especulado desde algunos medios separatistas, los republicanos no iban a partirse la alcaldía con BComú, porque juntos no suman mayoría absoluta en primera votación. ¿Renunciaría Maragall a culminar su carrera como alcalde sabiendo que en segunda vuelta podría alzarse con la victoria? En definitiva, los comunes no tenían otra alternativa para retener el poder que garantizando al PSC un pacto. Y eso lo que han decidido y ratificarán sus bases mañana.

El drama de Colau ha sido tener que elegir entre la alcaldía, la única forma de garantizar tanto su futuro político como la supervivencia del desarbolado proyecto de los comunes, y la estética del personaje, tan lejos siempre del constitucionalismo y tan cerca hasta ahora de los independentistas. Ante la voluntad de optar a la reelección, tras decidir no hacer ascos a los votos de Valls, se desató la tormenta. Los comunes pasaron a ser víctimas por primera vez del acoso nacionalista, se les acusó de participar en una “operación de Estado” contra la fuerza más votada y sus sedes aparecieron con lazos amarillos. Descubrieron así el carácter sectario y fanático de esos símbolos. Pero a favor de conservar el poder pese a todo estaba el deseo lógico de continuar adelante con su proyecto de ciudad, la racionalidad de querer acabar lo empezado, y la seguridad de que resignarse a que Maragall sea alcalde o elegir a ERC como socio de gobierno sería la peor de las opciones tanto para el liderazgo de Colau y su carrera política como para la estrategia de los comunes a medio plazo.

Hasta ayer mismo no estaba claro lo que podía pasar porque se estaba librando una partida de póker en la que nadie quería enseñar sus cartas del todo. La mañana del miércoles se certificó que Collboni no iba a ceder sus votos gratis, que el ménage à trois de izquierdas era imposible y no había otra opción que sumar con los socialistas. Por la tarde-noche se completó la jugada, porque ya no quedaba tiempo si se queríam hacer bien las cosas y poder consultar a las bases antes del sábado. Pese a que en noviembre de 2017 esos mismos afiliados expulsaron a los socialistas del gobierno municipal por apoyar la aplicación del artículo 155, la diferencia es que esta vez Colau ha decidido liderar el acuerdo con Collboni. La alternativa que ofrece a aquellos que estén en contra dentro de su formación es entregar la alcaldía a Maragall. No tiene color. Pero no consultar a las bases era arriesgarse a que en la votación secreta en el Ayuntamiento hubiera alguna desagradable sorpresa. Salvo sorpresa de última hora, Colau levantará nuevamente la vara este sábado. Las consecuencias de todo ello para la política catalana serán importantes. Haber evitado que Barcelona caiga en manos del independentismo es una gran noticia.