Lo malo de marcharse, es volver. Salvo que te hayan echado, cosa que hace imposible el retorno. Aunque, tal vez, visto desde otra perspectiva, lo peor de irse es tener que explicar, allí a dónde llegues, lo incomprensible de dónde vienes. A su vez, retornar a la cruda realidad cotidiana tiene el problema de tratar de entender nuevamente lo ininteligible. Incluso quedarse y desconectar acarrea el problema de reanudar la conexión. Da lo mismo la distancia espacial que la temporal. Vivimos atrapados en un culebrón de incierto final, una especie de bucle a modo de día de la marmota, un vacío. Tras el lapso vacacional, la única certeza es que un mes sucede a otro y todo parece seguir igual: persisten los mismos interrogantes. Como si con las vacaciones se parase incluso la historia. Vuelta a lo mismo, con iguales protagonistas e idéntica problemática.

Con el tedio de la vuelta, se agranda la percepción de que simplemente nos hubieran robado una hoja del calendario y con el hábito apático de estar de visita entre los algunos de nosotros mismos, porque el resto son cansinos y aburren a las ovejas. La desazón es aún mayor cuanto más incierto es el futuro y nada permite atisbar síntomas de claridad. No sabemos si la luz del final del túnel es tan sólo el tren que viene de frente. Sin saber muy bien por qué, me vienen a la memoria las palabras de León Felipe en su exilio mexicano: “Somos como un caballo sin memoria / somos como un caballo / que no se acuerda ya / de la última valla que ha saltado”.

Si hubiese vivido en nuestra época, no sabemos cómo hubiese rematado Paul Lafargue su Derecho a la pereza. Acabó suicidándose hace poco más de un siglo con su esposa Laura Marx. ¿Qué haría ahora? Tal vez darse a la ratafía como representación líquida de la Cataluña actual. Pero no parece aconsejable: dicen que es cabezona y sus efectos pueden aumentar la confusión entre quimera y realidad. Aunque haya multitud de marcas. Por citar unos ejemplos: la ratafía Llibertat, para exiliados y políticos presos; la Prat de la Riba, inspirada al parecer en una receta del presidente de la Mancomunidad; o la Waterloo, a partir de una receta del abuelo de Carles Puigdemont. Y, encima, sigue haciendo un calor sofocante.

El mes de agosto ha sido pródigo en acontecimientos llamativos. Desde la guerra comercial con China decretada por Donald Trump que ha tenido además la ocurrencia de querer comprar Groenlandia, cual si fuera un cortijo, hasta las alarmas crecientes de calentamiento global, pasando por el Brexit y Boris Johnson, un personaje que se define conservador moderno de derecha progresista o la crisis de gobierno en Italia, sin olvidar las alertas sobre el riesgo de recesión.

Nos mantenemos a la espera, ya no de la sentencia del Tribunal Supremo, sino de las reacciones indepes ante la misma; incluso podemos acabar viendo no muy tarde a toda la familia Pujol sentada en el banquillo de la audiencia Nacional en pose digna de foto para el cierre de un ciclo maléfico; mientras sigue la guerra a muerte –política, claro- entre ERC y JxCat, los ex convergentes, neo convergentes o como cada cual quiera denominar organizan una peregrinación al monasterio de Poblet en busca del Santo Grial del catalanismo con “many bosses, few indians” y una pléyade de candidatos a liderar no se sabe qué; seguimos sin saber si habrá investidura de Pedro Sánchez o si nos vamos a unas nuevas elecciones el 10 de noviembre, cosa que conoceremos para las fiestas de la Merçè en Barcelona. ¡Ay Barcelona!: hasta le robaron el peluco a un agente del FBI del que, en condiciones normales, nos habríamos limitado a preguntar meramente qué hacía de copas por aquí con la placa identificativa en el bolsillo.

En medio de este inmenso carajal, ¿qué pinta el independentismo dando la vara por doquier? Lo único que parece claro es que cada vez se ven menos lazos amarillos en las solapas de los caminantes y se contemplan señeras más ajadas en los balcones. Tal vez porque uno no se va de visita a El Prado, por decir un lugar, con un lacito de ese color y, si lo dejas en casa unos días, después se te olvida recolocarlo en su soporte natural. Tampoco te vas a ir a la playa con él puesto. Y de las banderas, pues parece que siempre será mejor invertir el coste de reposición en unas birras en el chiringuito de turno, que no están los tiempos para dispendios prescindibles. Para colmo, tenemos otro drama nacional: Quim Torra no recibe a Rosalía, aunque me gustaría saber si la cantante tiene algún interés en que lo haga.

En estas condiciones, parece hacerse realidad lo de ser más optimista que un votante indepe. Tal vez les pase lo que decía Jorge Luis Borges de los peronistas: no son ni buenos ni malos, son simplemente incorregibles. Lo malo es que hay que soportarlos y, en estas circunstancias, se pasa de optimista a sufridor. Pero, aunque no sepamos que va a ocurrir mañana y sólo nos quede especular, ya todo es posible: hasta que el Papa se quede encerrado en un ascensor a la hora del Ángelus. ¡Qué cosas hemos de ver! Al final, tendrá razón aquel que decía que la culpa de tantos males es porque “se reza muy poco”.