Al fin se pasó, al menos de momento, una campaña en la que las palabras verdad y mentira han sido probablemente las más repetidas. Se trataba de las decimoquintas elecciones generales desde que se aprobó la Constitución en 1978. Tal vez esa dualidad semántica ha servido para que, menos bonita, esta campaña haya sido calificada de todo: desde "la más tediosa de todos los tiempos" hasta "la peor y más bochornosa de la democracia", pasando por "sucia, desagradable, agresiva, banal o estéril". Ello no ha impedido que tuviésemos ayer el recuento más intenso de nuestra historia democrática que nos deja un escenario inimaginable a tenor de las encuestas, endiablado para resolver de forma inmediata los problemas cotidianos y con una clara división entre dos bloques que tienen serias dificultades para dialogar y convencer.

Podríamos resumir lo visto estas últimas semanas con la idea, a partir de los slogans, de que "es el momento" (PP) porque "España avanza" (PSOE) ya que "es por ti" (Sumar) que eres "lo que importa" (Vox). Aunque se pueden introducir matices territoriales en "defiende Cataluña" (ERC) que "ya basta" (Junts), sin que falten quienes se reafirmen en la idea de que "seguiremos de nuevo" (Bildu) para mantener que "aquí, con voz propia" (PNV). En el hipotético caso de que se diera una situación de bloqueo y repetición electoral, habría que proponerles un "currároslo" como eslogan para recuperar la confianza del electorado.

De fondo, queda una cierta aspiración de que sea el comienzo de una nueva etapa en la vida política española, aunque ahora sigue sonando la música y empieza el baile de los pactos parlamentarios que obliga a mantener la prudencia. Lo peor que podría ocurrirnos sería llegar a una situación de bloqueo que nos empuje a unas nuevas elecciones. Máxime si se tiene en cuenta que llevamos casi tres meses, desde que se inició la campaña de las elecciones municipales y autonómicas, con la Administración en una actitud de expectativa que conduce a la parálisis. Aunque en campaña llevamos años, acaso por eso que dicen los especialistas de que las campañas duran en realidad cuatro años, desde una elección hasta la siguiente.

Ahora bien, entre todos, tampoco es que hayan logrado despertar un entusiasmo desbordante, si se tiene en cuenta que la participación ha caído sensiblemente respecto a los anteriores comicios. El hecho es significativo además si se tiene en cuenta que se han incorporado al censo un millón y medio de nuevos votantes que han cumplido los dieciocho años desde los comicios de hace cuatro años. El caso es particularmente llamativo en Cataluña, donde se cumple la previsión de que el PSC sería el partido más votado y que ERC se encaminaba a un descalabro. Ha perdido prácticamente la mitad de sus votos y diputados; su futuro, más aún su actuación inmediata, resulta un tanto incierto. Puestos a buscar explicaciones, pueden culpar al hecho de que en su cartel predominase el amarillo, un color que, en especial en el mundo del teatro, se considera gafe. Pero mejor que miren a su acción de gobierno, caracterizada por la inanidad.

Pero lo más llamativo es que el PP, que esperaba dar un gran salto en Cataluña, pese a mejorar sensiblemente sus resultados, se queda como quinto partido. La conclusión evidente es que el bloque unionista o constitucionalista suma claramente más que el soberanista. No es que Daniel Sirera o Nacho Martín Blanco, ex portavoz de Ciudadanos en el Parlamento de Cataluña y cabeza de lista de los populares en las generales de ayer, tengan un carisma desbordante, sino que se han beneficiado del liderazgo de Feijóo, del rechazo a Sánchez, del hartazgo del soberanismo y de la marca del partido en ascenso general.

Habrá que esperar al análisis detallado de las mesas para saber, más allá de que muchos indepes se hayan quedado en casa ante unas elecciones “españolas”, cuánto huérfano ex convergente decidió inclinarse por el PP por eso que se llamaba sentido de clase y la importancia del bolsillo. Cierto es que la Asamblea Nacional Catalana coqueteó con llamar a la abstención, pero el resultado final arroja una aritmética de difícil atribución: solo faltaría que el futuro de España estuviese al final en manos del inquilino de Waterloo y a saber cuáles serían sus condiciones. De hecho, Alberto Núñez Feijóo ya adelantó que aspiraba a ganar el espacio dejado por CiU. Habrá que mantener la esperanza de que los populares no caigan en la tentación de reavivar las cenizas del independentismo que podría regodearse de colocar la comunidad frente a un bloque con la ultraderecha.

Difícil lo tienen quienes tengan que arremangarse para hacer sumas: no será tarea fácil. Incluso para el Rey Felipe VI a la hora de proponer un candidato para la investidura. Alberto Núñez Feijóo ha ganado las elecciones, pero podría decirse con una amarga victoria, entre otras razones porque Vox a su lado actúa como un elemento tóxico que dificulta el acercamiento a otras fuerzas políticas. Pedro Sánchez ha aguantado mejor de lo que se preveía, pero reproducir el modelo Frankenstein de mayoría para la investidura y el gobierno tampoco será un camino de rosas.

Hay demasiadas formaciones que pueden tener un papel decisivo. Ya no se trata solamente de Junts, que ya ha adelantado que no harán presidente a Sánchez a cambio de nada, sino también del PNV, en cuya tradición se pueden encontrar pactos diversos; ahora se ha visto superado además por Bildu. Cuando apoyo la moción de censura contra Mariano Rajoy no creo que lo hiciera por una simpatía especial hacia el PSOE o Pedro Sánchez, sino porque hay muchas ocasiones --el clásico diría que siempre-- en las que el factor económico es determinante.