En tiempos de tribulación e incertidumbre ante el 23J, cuando todo discurre a velocidad de vértigo y las cosas cambian continuamente, estamos obligados a vivir bajo la inevitable presión de acostumbrarnos a lo nuevo y adaptarnos a lo distinto. De otra forma, podríamos acabar mentalmente alterados al ver como, por ejemplo, el Tour de Francia empieza en Bilbao. Poco importa el porqué: lo mismo que podía haber comenzado en Torredembarra (Tarragona), porque así lo decidieron los organizadores de la prueba ciclista. Demasiadas decisiones, por no decir que todas, se escapan a nuestra voluntad, para quedar en manos de muchas veces no sabemos quién o quiénes.
Sería curioso saber en cuántos ayuntamientos se han subido los sueldos de los 67.515 concejales elegidos en los 8.131 municipios de España. Ardua tarea que puede tener mucho más impacto en campaña, puesto que el personal no se levanta cada mañana obsesionado por la deuda externa, la prima de riesgo o la inflación. Tan compleja tarea como saber a ciencia cierta cuantas personas militan o están afiliadas a los diferentes partidos políticos: un arcano inescrutable, aunque todo apunta a un descenso significativo respecto de los tiempos de la Transición.
Las cifras bailan y se alteran, sin que sepamos si es fruto de la confusión, de la voluntad de los rectores de las organizaciones o del desapego generalizado a la política. Quizá una mezcla de todo ello que muta a muchos votantes en carne de abstención, a la vista de cómo se desarrolla la campaña en medio de todo tipo de pactos. Recuperar votos perdidos es tarea hercúlea y en sectores de izquierda se aprecia cierto estado de desánimo y tentación de quedarse en casa el próximo día 23. El paso de una formación de izquierda a otra no es nunca masivo ni inmediato; no ocurrió ni cuando la crisis de los “renovadores” del PCE hace 40 años: no transitaron en bloque hacia el PSOE, sino de uno en uno –quienes lo hicieron- a lo largo de años.
El caso es que estamos convocados nuevamente a las urnas y que Cataluña vuelve a ser una plaza destacada que da pie a no pocas elucubraciones. Lo que parece claro, sin entrar en detalles del conjunto del Reino de España, es que el resultado de dentro de 20 días puede alterar sustancialmente el panorama catalán y servirá para medir cual es ahora la correlación de fuerzas en torno al independentismo.
Hay algo en política desde tiempos inmemoriales que resulta fundamental: definir el enemigo principal. Por eso ya empezamos a ver posicionamientos que algunas veces resultan ajenos a la realidad particular de cada formación. Pere Aragonès aseguraba ayer que “habrá que defender Cataluña ante un pacto PP-Vox o PP-PSOE”, como si no tuviese bastante barullo en su propia casa debido a la inquietud que provoca un previsible retroceso electoral de ERC, incluida la posibilidad de verse superada por Junts. Las cuotas de poder pesan más que el debate de las ideas, máxime cuando se polemiza con las tripas y retorciendo el lenguaje. Quizá por ello se apresuró a añadir que “en ningún caso convocaré elecciones, ni por el 23J ni por los presupuestos”. Ya se verá. De momento, en contra de la opinión del president, cada vez es más extendida la idea de que a finales de año o principios del próximo puede haber elecciones en Cataluña.
Está en juego el peso de los indepes en el Principado. El asunto no es baladí: las guerras fratricidas son siempre cruentas. Lo peor que le puede pasar a ERC es que las tensiones se reproduzcan internamente si son superados por los chicos del vampiro de Waterloo, un personaje que es más un muerto viviente, un zombi, que cualquier otra cosa, aunque sin duda peligroso. Podría ocurrir entonces que incluso se recupere la tradición republicana de superar las crisis propias con escisiones cada cierto tiempo, esta vez entre pragmáticos posibilistas y soberanistas irredentos. Cuesta además imaginar a Pere Aragonès haciendo una campaña en modo tournée mediática al estilo Pedro Sánchez y mirando hacia el futuro por encima del hombro de Oriol Junqueras.
En el fondo, prevalece la idea de que en Cataluña ganará las generales el PSC y en sus manos puede estar forzar el adelanto electoral. Y como los fines de semana suelen ser prolijos en entrevistas y declaraciones, Salvador Illa ya ha advertido que “en estas elecciones, Cataluña será decisiva para inclinar la balanza hacia Sánchez o Feijóo”. Por evidente que resulte, el resultado de los comicios puede alterar las cosas sustancialmente, incluida la hipótesis de que el PSOE salga de ellos hecho unos zorros. Dado como está el banquillo, se hace difícil imaginar nuevos fichajes para refundar el socialismo español.
Los tiempos son otros, evidentemente, pero me viene a la memoria una comida, debió ser por 2012, con Pere Navarro cuando era primer secretario del PSC de la que me quedó grabada como a cincel la idea por él expresada de que “la renovación del PSOE se hará desde Cataluña”. Era época turbulenta para el socialismo español: con Alfredo Pérez Rubalcaba como candidato, había perdido más de cuatro millones de votos en las elecciones de 2011 y el PP con Mariano Rajoy se plantó en 186 escaños, una holgada mayoría absoluta. Aquella hipótesis resulta hoy de compleja digestión, sin entrar a debatir si aquello era realista, resultado de un subidón de euforia transitoria o fruto de la preocupación del momento. Si alguien pensase en Salvador Illa como tabla de salvación para tan ímproba tarea, sería como desvestir un santo (Cataluña) para vestir otro (España).