La disparidad entre lo que cobran los más altos directivos de las corporaciones del Ibex 35 y los miembros de sus plantillas ha escalado cotas nunca vistas. A la vez, los ciudadanos más potentados acaparan una porción cada vez mayor de la riqueza nacional. Esta semana se divulgaron sesudos informes que ponen de manifiesto uno y otro hecho.

Vayamos por partes. El máximo nivel de gratificaciones en la cúpula ejecutiva patria se concentra, casi en exclusiva, en los valores punteros del índice bursátil. En ese destacamento de postín, formado por la elite de los gestores empresariales, ocurre que los consejeros delegados y cargos similares vienen a cobrar la friolera de 123 veces más que la media de sus trabajadores.

Años atrás, la brecha era de calado mucho menor. Pero con el transcurso del tiempo, la voracidad insaciable de los señores de la pasta ha ahondado sin pausa el desequilibrio.

El contraste más apabullante entre la soldada de quienes ocupan la cima y los devengos del personal de a pie, se advierte en tres entidades: el gigante de las prendas de moda Inditex y los bancos Santander y BBVA. Los mandarines de ese terceto perciben 455, 257 y 213 veces lo que sus respectivos asalariados. En el polo opuesto, las compañías del Ibex con menores diferencias entre lo que se embolsan unos y otros son Red Eléctrica, 18 veces; Bankia, 15; y Aena, 4 veces. En el caso de Inditex, la distorsión retributiva se explica tal vez porque el grueso de la plantilla milita en el ejército de empleados de su vasta red de centros de distribución, que no disfrutan precisamente de remuneraciones fastuosas.

Cada vez que los periodistas interrogan a los prebostes de las grandes empresas sobre sus mamandurrias, estos suelen argüir el mismo pretexto: “Mi paga --vienen a decir-- está en línea con la de mis homólogos de Europa”.

Tal aseveración omite con pudor una realidad irrebatible. Y es que el estipendio de los currantes celtibéricos no corre parejo, sino que anda muy por debajo, del que se llevan a la faltriquera los operarios de parecido rango en Francia, Italia, Alemania o Reino Unido, por citar cuatro ejemplos de países cercanos. Dicho con otras palabras, la similitud entre los emolumentos de los jefazos españoles y del resto de Europa, no se refleja ni traslada de forma equitativa al resto del escalafón.

Las cifras son contundentes. Los primeros espadas de las sociedades cotizadas engullen un promedio de 4,46 millones de euros anuales por cabeza, o sea, 371.000 euros al mes. Estos afortunados dirigentes ganan en un solo ejercicio mucho más de lo que cualquier ciudadano raso de este país podrá ingresar a lo largo de toda su vida laboral.

Si de los más selectos jerarcas pasamos a los individuos más ricos del Reino, los análisis publicados revelan que el censo de estos últimos está integrado por 979.000 personas, poseedoras cada una de un patrimonio superior a un millón de dólares. Dicho contingente quintuplica con creces el que había a comienzos de este milenio, compuesto por solo 172.000 ciudadanos. Hay otro dato llamativo: los plutócratas hispanos, que representan una ínfima parte de la población, acaparan el 47% del acervo total del país.

Del mentado catálogo de acaudalados, cerca de 900.000 poseen entre uno y cinco millones; 52.000, entre cinco y diez; 25.000, entre diez y cincuenta millones. A partir de ahí, el número de privilegiados baja en picado. Así, sólo 1.452 individuos disponen de 50 a 100 millones; otros 685, entre 100 y 500 millones; y por último, 61 –la flor y nata– absorben más de 500 millones por barba.

A la luz de semejantes datos, los estudios a que me vengo refiriendo llegan a una conclusión obvia: los ricos son cada vez más ricos.

Los Gobiernos de todo pelaje se devanan los sesos para dar con la fórmula magistral que permita un reparto más ecuánime de la riqueza. Hasta ahora, las sobadas recetas consistentes en machacar a impuestos a las clases opulentas han resultado estériles. Acontece que los grandes capitalistas disponen de variados mecanismos para soslayar a la Agencia Tributaria, y, llegado el caso, para emigrar a otros parajes donde no rijan exacciones confiscatorias.

Además, ese colectivo de magnates es tan poco numeroso, que su aporte al Erario no da mucho de sí, por más que los recaudadores les aprieten las clavijas y expriman sus alforjas. De ahí que, desde tiempos inmemoriales, las subidas de la presión fiscal hayan acabado recayendo sobre el sempiterno chivo expiatorio, las clases medias.

En resumen, nada nuevo bajo el sol. Entre pitos y flautas, no es de extrañar que la brecha existente entre los archimillonarios y el pueblo llano sea cada vez más aparatosa.