“Difícilmente es imaginable un movimiento político que haya engañado tanto a la gente de una forma tan evidente como el procés, y que siga arrastrando a la misma gente”. La frase es de Lluís Rabell en una lúcida entrevista publicada en Crónica Global el pasado 3 de junio. La idea expresada es inobjetable y la comparten la mayoría de los analistas ajenos a la órbita ideológica independentista. Menos trabajada es la segunda cara de la aseveración: ¿cómo se explica que tanta gente se haya dejado engañar tan burdamente durante tanto tiempo y se preste a seguir dejándose engañar?

La respuesta a esa erotema requiere un estudio multidisciplinar en el que resultan imprescindibles los psicólogos de masas y, en muchos casos individuales, también los psiquiatras. En la obra colectiva Anatomía del procés (Debate, septiembre de 2018) se encuentran sugerentes aportaciones para entender la obnubilación de las masas del independentismo. La génesis de la cual viene de lejos al pervertirse progresivamente la recuperación de la identidad catalana, cultural y lingüística, hasta convertirse en la ensoñación enfermiza de un identitarismo supremacista tan presente en la Cataluña profunda, transida de neocarlismo ruralista del que Puigdemont y Torra son el mejor ejemplo, como Junqueras lo es de neocarlismo “urbano”.

Una corrección política mal entendida hacia la “gente” --ese sujeto abstracto-- y una insuficiente perspicacia analítica impiden aflorar los componentes --el por qué-- de la resistencia del independentismo en Cataluña, que pervive --su fortaleza es aparente-- en condiciones muy adversas, derrotado políticamente en el interior y sin ninguna posibilidad de reconocimiento en el exterior.

Los populismos --y el independentismo como movimiento es nacionalpopulismo puro, una especie virulenta de populismo-- tienen rasgos comunes: la ignorancia política de las masas, que hace posible su fácil manipulación para lograr los fines que se propone el grupo dirigente, y la emoción como una alteración afectiva, convertida en estado de ánimo colectivo, inducida mediante la tergiversación de hechos y la explotación de falsedades. Ambos rasgos se retroalimentan: en el erial de la ignorancia se siembra la emoción que blinda la ignorancia.

En ese sustrato germina fácilmente, por ejemplo, la retórica vacua en contenido, pero falaz e inflamada en intención de Torra: “El juicio es una farsa”, “la represión no cesa”, “el 80 por ciento de los catalanes”, “el informe de la ONU”... No necesita argumentar nada, confía en las inmensas tragaderas de multitudes de analfabetos (en política) emocionales que llenan las calles y las urnas cuando se les convoca. Siempre ha sido así desde el estallido del independentismo, con Mas, con Junqueras, con Puigdemont y con su pléyade de teloneros.

Tiene mal tratamiento ese populismo, que aprovecha el viento de la contracultura anidada en las redes sociales. La ignorancia se combate con argumentos expuestos contra la mentira por obligación moral e higiene democrática, sin desfallecer, aunque parezca que no cambia nada. Y si con la razón no basta, la ley. Viviríamos todavía en el oscurantismo preilustración si la ignorancia no hubiese sido combatida. ¿Y la emoción cómo se combate? Pues igual: a menos ignorancia, menos emoción. Hay quien propone oponer a la emoción independentista otra emoción más fuerte. Podría servir, pero el riesgo de un sobrecalentamiento peligroso es elevado.

Nos espera una emoción desbocada --la están fomentando-- con la sentencia del juicio, que por un delito u otro y en el tipo que corresponda, será previsiblemente condenatoria. Habrá que preparar todas las energías humanas y políticas para afrontar, todos, tal situación, que si se supera sin daños irreparables será como doblar el Cabo de Buena Esperanza.